jueves 21 noviembre 2024
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Don Tomás de Santisteban: vida, asesinato y recuerdo en el Cristo de los Avisos

Existía, por los años de 1607 en esta ciudad de Antequera, un hidalgo llamado don Tomás de Santisteban, mozo de carácter altivo, dominante y emprendedor. Materia dispuesta a todas horas para acometer con igual entusiasmo lo mismo una aventura galante o sangrienta, que una obra caritativa o religiosa.

Tenía su casa solariega en la Cuesta, llamada todavía, de la Barbacana, de donde todas las noches, acostumbraba a salir recatadamente sin más acompañante que su espada y su daga, ni más luz que la de la luna o las estrellas, cuando las nubes no entoldaban el firmamento.

Descendía la cuesta y siguiendo adelante la calle de la Carrera torcía a la izquierda por el Boquete del Arroyón y penetraba en la calle del Obispo. Ya en ésta, y después de vagar algún rato por ella para cerciorarse de que nadie lo observaba, desaparecía escalando una ventana sin reja, abierta a regular altura sobre el pavimento.

Una dama de arrogante hermosura lo aguardaba todas las noches tras de aquella ventana que volvía a cerrarse silenciosamente sin que el más tenue rayo de luz, ni el rumor más leve, dieran a entender que a aquellas horas velaba alguna persona dentro de la casa.

Tanto silencio y precauciones tantas daban a entender caramente que importaba mucho mantener el misterio de aquellas citas y que había peligro en su descubrimiento.
Así era, en efecto: aquella mujer no era libre y su liviana conducta estaba enfrentando al hombre que al hacerle entrega de su corazón, había depositando también en ella su confianza y su nombre honrado.

Bajaba una noche el afortunado Santisteban en busca de su dama, cuando al volver el ángulo del Boquete del Arroyón, llegó a sus oídos, vibrante una clara, una voz que le decía:
-“Vuélvete y abomina de tus vicios, Tomás.”

Tiró atrás el embozo de su capa, desnudó la espada, inquirió por todas partes, escudriñó los quicios de las puertas y los parajes en que era más profunda la oscuridad, con el fin de hallar a la persona que pronunciara aquellas palabras y, no apercibiendo por ningún lado rastro del alma viviente, juzgó alucinación lo que había escuchado, y, tranquilo e indiferente, prosiguió su camino.

Tres horas duró la morosa entrevista y, cuando satisfecho regresaba a su casa, saboreando aún el dulce recuerdo de las delicias experimentadas, al pasar por el mismo sitio oyó, de nuevo, la misteriosa voz y, otra vez, se propuso averiguar de dónde partía, resultando, como antes, infructuosas sus pesquisas.

Preocupado con lo sucedido, no por el riesgo que pudiera caberle, sino por el temor de que descubierto el misterio en que envolvían sus amores pudiera correr algún peligro el objeto de su cariño, le fue imposible conciliar el sueño, pasando inquieto e intranquilo el breve tiempo que faltaba para la llegada del día.

A la noche siguiente, al llegar al mismo paraje, oyó otra vez aquellas palabras y, de nuevo, tornó el hidalgo a registrar todas las inmediaciones sin lograr mayor fortuna que la primera vez. Convencido de que no había persona alguna por aquellos lugares, pero seguro también de haber oído, clara y distintamente, la repetida advertencia, parecióle, por el extraño timbre de la voz y lo imperioso del mandato que, más que apercibimiento humano, era un aviso del cielo para que abandonara su disipada y licenciosa vida; esto no obstante, atendiendo más a los ímpetus de su desenfrenada lujuria que a las voces de su conciencia, siguió adelante, y, después de observar y reconocer detenidamente toda la calle, penetró por la entreabierta ventana.

Retrasó, en la tercera noche, la hora de la cita, y tomó todas las precauciones que juzgó conveniente para allanar y descifrar el inexplicable enigma y, a pesar de ello, al llegar a la esquina del Arroyón, sonó en su oído la misma voz, que pronunciaba el mismo mandato.
Trémulo y lleno de temor, pero obcecado y esclavo de su pasión, aceleró el paso e, inquieto e intranquilo, llegó al paraje de la cita.

Pronto conoció la dama la preocupación que embargaba el ánimo de Santisteban y, al saber la causa de ella, llenóse de zozobra y de temor, y aconsejó al galán que cesase en sus nocturnas visitas, pues presentía que aquellos repetidos e incógnitos avisos entrañaban un grave peligro para la vida de su adorado.

Aproximábase el alba, cuando Tomás de Santisteban salía de aquella morada: Pensó cambiar de dirección y marchar a su casa por calles distintas, procurando esquivar, de este modo, la repetición del aviso que durante tres noches consecutivas había recibido, pero, de un lado, su natural orgullo y, de otro, el temor de que pudieran tacharlo de cobarde, empujaron sus pasos por el sitio de costumbre.

Con la espada desnuda el andar vacilante e incierto, clavando los ojos con intensa y escudriñadora mirada en todas las desigualdades y huecos de los edificios, penetró en el Boquete del Arroyón. La misma voz volvió a sonar, con timbre mas potente y acento más imperioso aún.

Paróse en firme el orgulloso y despechado hidalgo, profiriendo sus labios horrible blasfemia y, lleno de supersticioso terror, partió corriendo en dirección a su morada.

Iba a salir de la Carrera para entrar en la cuesta de Barbacana, el órgano del Convento de Carmelitas Descalzas resonaba en aquellos momentos, acompañando los religiosos cánticos de las místicas esposas de Cristo. Al cruzar por delante de la iglesia, del hueco de su rica portada de mármoles diversos, destácase un bulto informe, suena una espantosa detonación y lanzando un grito de terror y de agonía, cae Santisteban mortalmente herido, mientras desaparece su incógnito agresor.

Pocos momentos después, don Tomás, abandonado en medio de la calle, escuchando entre la vida y la muerte, las confusas notas del órgano que, con melancólicos acentos acompañaba al más triste de todos los cánticos de la iglesia: “De profundis clamavi ad te, Domine”.

La piedad de algunos fieles construyó una modesta capilla en el Boquete del Arroyón, que desde entonces se llamó calle del Señor de los Avisos, y colocó una cruz de madera frente por frente al convento de las carmelitas descalzas. Cruz y capilla que aún se conservan, como piadoso y duradero testimonio del hecho que acabamos de narrar.

(Versión de Trinidad de Rojas)

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