Me arrancó el móvil de las manos cuando trataba de tomar una foto de su extraordinaria fuerza. Imposible captar en una imagen lo que estaba llevándose por delante. ¿A qué huele el viento? ¿Cómo lo saboreas? ¿Cómo lo ves? Observas como se mueven las ramas de los árboles, las hojas secas se arremolinan, los papeles vuelan de un lugar a otro, pero, no veo realmente el viento, sí sus consecuencias. Ojos irritados, arena deslizarse en remolinos intocables… El viento no entiende, no comprende, no vive como los seres humanos lo hacemos. Es un fenómeno de la naturaleza, a veces tan embravecido que arroja ira a su paso, sin querer transmitir ese sentimiento, sin desear molestar a nada ni a nadie.
Aquí, las palmeras parecen querer despegar de sus ataduras terrenales, desean elevarse más allá de sus posibilidades y perderse en un mundo de mágica iridiscencia, mientras sus hojas, sus palmas, se transmutan en extraordinarios arcos de color y movimiento. Más allá, donde la acera pierde su nombre para convertirse en avenida, las ramas campean a sus anchas aún habiendo sido desgajadas de su tronco primitivo. Sólo una papelera resiste desde dentro la fuerza racheada del viento, asistiendo asombrada a la caída de un luminoso que chisporrotea protestando sin querer asumir lo inevitable, el descenso a los infiernos de asfalto. Mañana los árboles azotados por ese viento, seguirán necesitando agua, poda, abono, cariño… No recordarán, que a media tarde fueron castigados por un viento desapacible, violento, que no hacía más que cumplir con su deber de vendaval. No llegaba a cumplir las normas de viento huracanado, por lo que las zonas afectadas por este no podrán declarase como zona catastrófica. La velocidad no pasaba de 70 ó 100 Km/h así que a remangarse y recoger destrozos. Coches abollados, techos desaparecidos, cristales rotos, cortinas huidas…
No hay lugar para la autocompasión, sólo para el rehacer y seguir adelante, lo demás son palabras, que como globos hinchados, fluyen ingrávidas sobre las horas.