¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?
(Luis Cernuda)
Esferas que se derriten en los relojes de Dalí, minutos que gotean con pereza inusitada. El rechazo al paso del tiempo. Un paisaje simple y horas que se debaten entre construir minutos y abandonarse al libre albedrío.
Un ojo cerrado rodeado de largas pestañas que duerme sobre la arena de un tiempo sin tiempo en donde el mar y el cielo parecen uno. Moscas que revolotean con la misma intención: volar para ir por delante del tiempo y de la memoria. ¡Difícil cometido!
¿Verticalidad u horizontalidad? ¡Uff! Depende de la mente de cada uno, porque la interpretación de una obra de arte es tan personal como complicada e intransferible, como el tiempo. Siempre me ha desasosegado la expresión de “voy a matar el tiempo”. Verdaderamente me ha parecido una pérdida de ese tiempo, como de nuestra agua, la poca que cae en un periodo corto de lluvia se desembalsa y como diría mi amiga Consuelo, profesora en E.T.S. ¿cómo se deja ir ese agua que luego lamentamos no tener? Política y otros chanchullos.
Hay un tiempo que queda abandonado, olvidado en las vidas y que nadie reclama. No se almacena en ningún embalse, en ningún pozo sin fondo, en ninguna arca perdida, simplemente se va, se pierde, se disipa. En realidad todo se vuelve añoranzas de lo que fue y no nos damos cuenta del ahora, del instante. Las gotas de agua de una fuente, los granitos de arena de un reloj en forma de ocho, que volvemos y volvemos para verlos caer, pasar, sabiendo que cada vez que hacemos este gesto ya han transcurrido minutos que se engarzaran en horas, en días de nuestras vidas.
Necesito más tiempo par contemplar, hacer, incluso olvidar aquello que ya no admite repetición alguna, que no se deja analizar más veces porque no hay razón para ello, tiempo para releer libros leídos y amados, cuando esperan los nuevos en el filo de las horas. Tiempo para volver a amar a aquellos que amo.