Tormenta. Rayos y truenos. Viento y lluvia. El mundo en guerra, y cuando no. Llueve cono si no hubiera un mañana. Barco que naufraga cerca de las costas escocesas. Un hombre con intenciones de espía arriba a estas escarpadas playas de una isla perdida en ninguna parte. Se llama Donald Sutherland y en esta travesía nunca llegará a su destino.
Pelo casi blanco danzando al son de la banda sonora de Miklós Rózsa. El violento de Kelly se ha convertido en un agente nazi de lo más peligroso. Sonrisa fingida, irónica, casi un esbozo de lo que el guión dicta y el orgullo y el prejuicio no le permiten extender más allá de lo necesario. Apenas habla con los habitantes solitarios de la isla. Una radio, necesita una radio y en aquel islote hay un faro, y una radio en su coronilla. La isla de las Tormentas se convierte en esos instantes en un escenario para cuatro actores, uno de ellos una mujer con agallas que se erige como la heroína de esta historia, de forma valiente, intensa, que, en un momento de soledad, se enamora de aquel atractivo hombre que llega a su casa. Donald ha dejado atrás a Los doce del patíbulo y se mete en la piel del topo asesino.
Este actor, no reconocido con ningún Oscar por la Meca del Cine, se enfunda en Casanova cuando Fellini le susurra al oído el papel y se transforma en un personaje hiriente, desesperado, delirante. Pasa un tren por la vida de Sutherland y se convierte en un ladrón de guante blanco o de cualquier color. Preciso, cínico, efectivo.
Tormentas. Intriga, thriller envuelto en olas de altura desesperada, rotas por las rocas frías de las frustraciones, de los engaños, del miedo, del deseo. Canadiense Donald, alemán el espía, cosas de la gran pantalla, asuntos de historias bien contadas, de imágenes forjadas a golpe de buena dirección. Llegará también Klute, pero esa ya es otra historia que pasará a la eternidad.