Semana de vuelta al cole, tan deseada como comprometida según se mire. Empiezan los nuevos desafíos y el inevitable cambio de hábitos estivales, mientras gira de nuevo la rueda en esto de educar y convivir. Niños que llegan a las aulas con mochilas cargadas de ilusiones, preguntas y anhelos, pero con la tarea más complicada: aprender para la vida. Así vamos creciendo y creyendo que podemos dominarlo todo,pero descubriendo no muy tarde que nunca dejaremos de ser aprendices; que los tropiezos enseñan más que los aciertos y que cada etapa trae su examen particular en lo referente a gestionar emociones, equivocarnos y levantarnos. Luego llega la serenidad del último suspiro, que —según dicen— nos lleva a la eternidad, pero ya es tarde para presumir de expertos en el arte de vivir.
Marian Rojas, la psiquiatra que se ha convertido en referente por los millares de libros vendidos en los últimos años, lo deja muy claro en sus escritos: “Las prisas y el querer estar siempre conectados nos están alejando hasta de nosotros mismos, y con ello las relaciones en todos los ámbitos se empobrecen día a día”. Aquí aparece ya la disyuntiva al quedar también abierto el debate sobre la normativa de este curso que empieza en lo referente a la prohibición de dispositivos móviles en las aulas de enseñanza obligatoria.
Y es que la vida, en eso de educarnos a base de experiencias agridulces, no trae manual de instrucciones ni hoja de ruta. Uno de los primeros precursores de los libros de autoayuda, Napoleon Hill, lo resumía con claridad en Piense y hágase rico: “Toda adversidad, todo fracaso y todo dolor conllevan la semilla de un beneficio igual o mayor”. La invitación al sufrimiento parece ir siempre de la mano del aprendizaje, transformado en actitud positiva y resiliencia.
En ese camino vital nos encontramos con emociones que, mal gestionadas, se convierten en castigo. La más frecuente: el enojo. Alguien con gran acierto lo definió así: “El enojo es el castigo que nos damos a nosotros mismos por el error que comete otra persona”. Aprender a soltar, observar y procesar nuestras emociones es un ejercicio de sabiduría que nos permite vivir con plenitud. Y aquí, las escuelas tienen un gran reto.
Septiembre, casi de largo ya, cuando se cumplen más de tres décadas del fallecimiento del controvertido autor e ilustrador de libros infantiles Dr. Seuss, vuelve a traernos su enseñanza: “Sé quién eres y di lo que sientes, porque a los que les molesta no importa y a los que importan no les molesta”. Ser auténticos no significa ser perfectos, sino sinceros; conscientes de nuestros sentimientos y de nuestras elecciones. Aprendemos con la vida, siempre aprendices, y gracias a la sabiduría de quienes nos educaron entendemos que vivir es el oficio más viejo del mundo; que la felicidad no es un destino, sino un hábito que se cultiva con coherencia de actitud, pensamiento y emoción.
Quizá de eso trate el difícil oficio de vivir: de elegir la serenidad sobre el enojo, la autenticidad sobre la máscara, la gratitud sobre la queja. No es un camino recto ni cómodo, sino un aprendizaje constante, lleno de dudas y contradicciones, pero también de momentos que justifican la travesía: un gesto de cariño inesperado, una risa compartida, la belleza que se cuela en lo cotidiano.
Septiembre, casi de largo ya, siempre nos trae recuerdos de escuela, de vida y de oficio. El mío, como maestro, como padre y ahora como abuelo, me recuerda –como a tantos otros colegas– que en esto de enseñar y de vivir siempre seremos aprendices.