Un año más pensando en la solidaridad con los más desfavorecidos, pone a punto su gala el próximo día 10. La parafernalia, el lucimiento de la fiesta, esa convocatoria a la que acude todo Antequera, no tendría razón de ser sin esas casas de acogida que ponen a prueba día a día la fortaleza espiritual, el voluntariado, la fraternidad y ¡cómo no! la fe. Hay que creer mucho en Dios y en los demás para mantenerse en la constancia que exige esa labor, tan callada a veces, que parece que no se hace nada. Y, mira por dónde, sale a relucir, envuelve la atmósfera de esa casa trinitaria donde se respira tanta paz, donde nos sentimos tan a gusto, donde una sonrisa, palabra de agradecimiento, franca y sincera de cualquiera de los acogidos, compensa con creces cualquier pequeña colaboración que hayamos podido aportar. Esa humildad de los que llegan, nos hace reflexionar en nuestra propia existencia.
En un mundo, donde las posiciones de mando, anulan tanto que son capaces de comprar las voluntades de las personas, que hieren con frecuencia las sensibilidades de los que no están de acuerdo, y que quedar por encima de todos se ha convertido en una constante, aún faltándoles la razón. Mucha gente anónima nos encontramos con ganas de trabajar en algo que merezca la pena, que fructifique en nuestro interior y que nos ayude a mitigar nuestros problemas, aunque sólo sea viendo los de los demás: esas personas que nos llegan de distintos sitios, vienen cargados de confusión e indecisiones, sólo les queda la esperanza de que alguien le ayude a encontrar una dignidad de personas que no saben quiénes se la pudieron quitar. Los dimes y diretes de cómo colaborar son paparruchas de gente aburrida.