viernes 22 noviembre 2024
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La admiración (y II)

¿Cómo han conseguido en estos siglos pasados que nuestra mirada se haya ido empobreciendo progresivamente? Pues cortándole las alas al humanismo platónico-cristiano en el que se cimentó nuestra cultura, e impidiendo la comunicación entre inteligencia y fe. Así fue cómo unos pocos controladores del espacio aéreo espiritual, no dándole salida al vuelo de la admiración y el entusiasmo, consiguieron en parte monopolizar el pensamiento y encerrar la fe en las sacristías.

La maniobra está clara, así como los resultados: una cierta bajada de tensión de la búsqueda vital. ¿Quién de nuestros jóvenes concibe hoy sus estudios como el que limpia el polvo a un cristal para ver el paisaje? ¿Quién aspira a tornar las cosas transparentes al espíritu? La imagen es de Simone Weil, así como la idea: que lo no comprendido debe ser desentrañado… ¡precisamente porque oculta lo incomprensible! La función de la razón sería, pues, rondar el Misterio, «las verdades indemostrables, que son lo real». ¿Nadie echa en falta ese apasionamiento en el pensar que se proyecta (como los superhéroes de nuestros nietos) «hasta el infinito y más allá»? ¿Nadie hace suyo el grito aquel de «¡luz, más luz!»?

Por su parte, la fe –dice ella– es la experiencia de que la inteligencia está iluminada por el amor. Es la vieja intuición platónico-agustiniana de que, como la parte más elevada del alma, es «vecina de Dios» (S. Agustín) ve por todas partes los guiños del vecino. Lo que dice la Biblia: «si no creéis, no entenderéis», lo redondea S. Agustín: «Cree para que entiendas y entiende para que creas».

Lo que se han querido cargar es exactamente la fe del bolero y de Simone Weil: que cuando se pone alma, corazón y, vida, comprender y creer convergen en un punto. El punto y final.

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