La memoria siempre despliega su extenso mercadillo y nos da a elegir escenas de la vida, imágenes que la mayoría de las veces, están más claras en la retina de otros. Padres, amigos que nos vieron crecer, observaron expectantes nuestros primeros pasos, escucharon incrédulos las primeras sílabas de lo que luego serían palabras, párrafos, historias…
Caprichosa la imagen que hoy me aborda detenida ante un semáforo en rojo. Ha sido un instante de melancolía oblicua. Me he visto rodeada de espectros de felicidad peregrina.
Lluvia anhelada en el puente de los Suspiros, olor a lamentos y a verdugos. Amores venecianos que corren envueltos en capas amplias de brocado, respiraciones entrecortadas por cordones de corsés ajustados, escarlatas, rojos.
Vidas compartidas en terrazas acristaladas de los cafés, en las playas sin retorno, en los ajuares de las novias que se acercan a los altares entre secas hojas de un otoño perezoso y que tienen nombre propio: Elizhabeth.
Pequeña conocí a Elizhabeth. Pelo moreno que no se rizaba porque amaba su libertad, sonrisa amplia, pícara, traviesa. Mirada azabache y vivaracha que escondía lo que ella no quería que supiésemos.
Elizhabeth aún no se ha calzado los blancos zapatos de tacón alto, está ensayando por los pasillos de su casa el «sí quiero». El vestido cuelga desde hace unas horas de una lámpara ambarina y alta que eleva las miradas hasta el techo del salón. La seda de las enaguas revolotea sin prisas sobre el sofá de terciopelo verde junto a las puntas de encaje de Bruselas que caerán enmarcando su exótico rostro un día de estos, cuando avance por «su» alfombra ataviada de rojo.
Rojo, como el semáforo que no se abre.
Rojo, como las rosas que llevará en sus manos.
Rojo, como el color de sus mejillas cuando, tímida, y un tanto atrevida, entregue por escrito sus votos de mujer casada.
¡Ah Elizhabeth qué rápido has crecido!
En un banco de la iglesia que olerá a flores blancas, estaré.
Se abre el semáforo y el rojo se torna verde. La vida sigue.