Se dice de cierto remoto alcalde de esta ciudad que, visitando uno de los barrios, se vio en un aprieto urgentísimo que resolvió con la única medida de discreción a su alcance: en cuclillas junto a una pared dejó obrar a la naturaleza ¡mientras se tapaba la cabeza con la capa! Lo que no pudo evitar es que el hecho pasara al refranero como «el disimulo de Antequera: la cabeza tapada y el culo fuera».
Nuestro regidor tuvo claro que esas dos partes de la anatomía no deben quedar simultáneamente al descubierto, así que obró con muy buen criterio tapándose la cara. Pero esos muchachos actuales de pantalón rastrero, al sentarse lo hacen sobre el cinturón, mostrando (¡y a cara descubierta!) esa zona «donde la espalda pierde su casto nombre». La cosa tendría un pase si se tratara de «la hermosa flor de Gnido», que diría Garcilaso; pero que un tío como un castillo te agreda con el horrible espectáculo de sus bajos es imperdonable.
Hay tantas razones para estar indignados, que ésta podría parecer una nimiedad. Y sin embargo, uno cree que darle a la fealdad carta de naturaleza es un malísimo síntoma de la baja calidad del hecho social presente. Te quieren hacer pensar que sea una pasajera moda de mal gusto, o que haya que sufrir con indiferencia que los jóvenes se expresen a su manera. Desde luego, alguien estará ganando dinero vendiendo pantalones en precario. Pero ¿qué gana el sufrido espectador pasivo al que se le impone esa lamentable exhibición? ¿Habrá de arriesgarse a recordar lo del viejo alcalde de la capa, al zangolotino que, en público (digamos en el bar), exhibe su matrícula trasera sin el más mínimo pudor? ¿Si los fumadores pasivos se han visto libres de los malos humos en los bares, por qué no ahorrarnos la visión del cu… de ese tonto del ídem? Ya se sabe, estando en Antequera, o te tapas una parte o la otra. Y a los reincidentes, nada de capa, el burka.
