José A. Marina explicaba la otra noche que la actual burbuja financiera se basó en el Teorema del más tonto: consiste en partir del axioma de que al más listo nunca la faltarán tontos a los que engañar; y que, a su vez, cada uno de éstos se hará el tonto para pegársela a otro. Y así hasta el infinito.
El timador a pequeña escala confía en lo mismo: en que siempre habrá «un primo» al que desplumar. Pero uno y otros pecan de optimistas y olvidan que llegado el momento hasta los tontos empiezan a escasear, y ya no hay a quién endosarle un activo tóxico, o un piso que lleva subiendo un dieciséis por ciento de media durante quince años. Lo normal es que la avaricia rompa el saco, así se regula el mercado.
Lo malo es cuando se pone en riesgo, no ya el saco del avaro, sino la bolsa y la vida del país. A éste se le queda cara de tonto. Y viene a cuento recordar lo que expuso Pío Baroja a Unamuno y Galdós, a propósito de los españoles y el saber. Habría siete grupos: en el primero estarían aquéllos que no saben nada; y en el último los que se aprovechan de la ignorancia de los demás. Éstos, dijo, se llaman a sí mismos «políticos». Eso era en 1904. Por las mismas fechas, un Presidente americano confiaba a sus íntimos que «hay dos cosas que el pueblo debe ignorar: cómo se hacen las salchichas, y cómo se hace la política». Aquí hemos progresado mucho al descubrir cómo se hacen los chorizos/as: con la ingerencia de los políticos en los ahorros de los demás (Bancos y Cajas).
Visto lo cual, al que dispara alegre con pólvora del rey esperando que el que venga atrás que arree, habría que hacerle copiar cien veces lo que dijo el otro día un párvulo a su abuela: «dice mi seño que el dinero cuesta mucho trabajo ganarlo». A este paso hasta los niños se negarán a que los tomen por tontos.