«Contra Franco vivíamos mejor» dijeron los progres desencantados, al ver que el día a día democrático era monótono en comparación con ese estar siempre en vísperas de algo. No muy diferentes son los actuales revisionistas de salón, pendientes siempre de estériles recomienzos.
Eso es algo en lo que no acabamos de homologarnos con Europa: siempre estamos en riesgo de que un aprendiz de brujo (como el circunflejo ex-Presidente), nos caliente la cabeza con el hipnótico recurso de deshacer y rehacer la historia. Y esto al país le sienta como el suplicio de Tántalo, aquel mortal al que los dioses impusieron el castigo eterno de empujar una roca ladera arriba y, ya en la cima, dejarla caer para recomenzar sin fin el doloroso acarreo. Ocurrió así con la memoria histórica: no se abrieron muchas fosas, pero bastó para traer al presente los dormidos fantasmas tópicos de las dos Españas. Ocurrirá con el simpático Urdangarín y su desgaste del trono. Les ha puesto en bandeja una larga temporada de revival republicano, y nos volverán a endosar el pasado en cíclico retorno.
El hecho obliga a preguntarse: ¿Por qué será que los fantasmas dan tanto de sí? Y uno aventura esta respuesta: aquel «pienso, luego existo» que enunció Descartes hará unos cuatro siglos, no constata sólo la evidencia íntima de que yo sé que soy (y quién soy). Hay algo más: percibo mi tiempo -como duración- por las vivencias que fluyen en mi mente; también lo dejó dicho. Pero con su permiso (y el del psicoanálisis) yo matizaría la supuesta uniformidad del tiempo: hay cabezas de hoy para las que ¡el tiempo de referencia es aquel que sube del pasado diciendo: «lo que legitima es el 31»! Y relamen esa endorfina épica narcotizante…mientras los demás esperan (como Tántalo) a ver cuándo puñetas nos vamos a descargar de semejante peñazo histórico/histérico. (Seguirá)