Hay cosas para las que no basta con ser tonto: Un etarra no hubiera detonado un explosivo sin tener en la cabeza una fuerte mitología victimista que le da el subidón de adrenalina. Con el político pasa tres cuartos de lo mismo: si tiene entre ceja y ceja un proyecto mesiánico de ingeniería social y nadie le para los pies, pondrá todos los medios al servicio de su particular visión… sin importar demasiado los daños colaterales.
La crisis se ha llevado por delante mucho maximalismo ideológico porque la economía no es «discutida y discutible» y lo que la gente quiere es más gestión y menos rollos (tipo Valle de los Caídos). Pero ahora que el varapalo ha hecho entrar en razón a los políticos, el ocioso ciudadano envía por internet correos escandalizados ¡de los derroches pasados! «España, país de millonarios», escribe uno, enumerando –a toro pasado– disparates y megaconstrucciones. Y uno se pregunta: ¿qué hacías tú cuando se construía el aeropuerto de tu ciudad? El de Lérida, el de Castellón, el de León, el de Badajoz, el de Pamplona, Huesca, Ciudad Real, etcétera. El Palacio de Congresos de Oviedo (143 millones), La Ciudad de la Cultura de Santiago (400 millones), Las setas de La Encarnación (Sevilla, 123 millones), etcétera.
Indignarse contra el choriceo en el bar tiene su morbillo estimulante, pero es tonto creerse «el tío la vara» porque los escándalos sólo dan titulares y la indignación se agota mirando al pasado. Toda esa energía estaría mejor canalizada hacia el futuro, si se tradujera en voluntad de vigilancia: «El precio de la libertad es la eterna vigilancia» decía Thomas Jefferson. Vigilancia no hecha de adrenalina, sino de tenacidad cívica que se ahorra aspavientos del pasado ¡porque se adelanta a los granujas del presente!
Entre paréntesis: el único aeropuerto inútil que no se menciona es el de Antequera. ¿No será que nos hemos ahorrado el bochorno de estar en esa lista porque (crisis aparte) ha habido aquí una cierta vigilancia?