Las casetas se preparan a ritmo casi vertiginoso, todo son prisas y reuniones de última hora. Queda mucho por hacer y el inicio está ahí, detrás de la puerta, impaciente, deseoso de oír la campanada que lo ponga en marcha, vestido de fiesta para que no le pille desprevenido y solícito a cualquier llamada de atención de viandantes, vecinos, antequeranos rociados por una amplia geografía, siempre fieles a su cita anual y forasteros.
Todo bulle alrededor de unos días que cada año vienen cargados de ilusión para los más pequeños, divertidos y trasnochadores para la mayoría de la juventud y, para los mayores, también tiene un importante hueco, reuniones con los amigos, convivencia relajada que al ritmo de sevillanas alteran el tono de voz, las conversaciones se entrecruzan entre platos y bebidas frías y las penas, se esconden en ese armario que se va a evitar abrir en esos días.
Es alegre la feria, luminosa, tiene especial poderío para apropiarse de todas las gamas de colores, envuelta en lunares y abigarrada de puestos, casetas, atracciones y cientos de pequeñas exposiciones que ofrecen su gama de productos sorteando la competencia , y si me apuran, algo de engaño.
La feria es para reír, participar, llenar el corazón de sensaciones positivas, que se recargue para otros días menos afortunados, vivirla en intensidad, sin importar el lugar elegido para poder mirarla y sentir que somos parte importante de ella.
Pero la feria hay que mimarla para que nuevos competidores no traten de nublarla y arrancarle ese duende que se esconde entre los farolillos de propaganda, y que nos retiene en torno a ella, con calor, con sueño y con deseos de continuar aunque nuestro cuerpo quiera darse de baja. Siempre me ha gustado y me gustará la feria. Este año voy a vivirla por primera vez de forma distinta, colaborando en la casta hermanitas de los pobres. Seguro que lo pasaré mejor. Mi cuerpo dice que se va a portar muy bien y yo en silencio se lo agradezco.