Aún queda reflejado en mis retinas, la imagen donde tres mujeres se abrazaban, felicitándose entre ellas por el logro enorme que habían conseguido.
Ese 5 de julio de 2010 daba el escopetazo de salida la “ley Aído”. Una ley que día tras día ha ido justificando la “interrupción voluntaria del embarazo” de 300 madres. O visto de otra forma, ha justificado el asesinato de 300 bebés al día simplemente por ser un derecho conseguido por la mujer. Una ley amparada por un sector autollamado progresista que lucha por la igualdad de oportunidades, pero que llama “monstruos” a seres que presentan discapacidad e igual que el mejor de los nazis, prefieren quitarlo del medio.
Una ley defendida porque es una ley que no obliga, cuando no da otra alternativa al 80 por ciento de las mujeres que presionadas por sus parejas o familias no ven otra solución. Una ley que aboga por un aborto seguro, pero la verdad del aborto es que aumenta la esterilidad y los abortos espontáneos en un 10 por ciento, los problemas emocionales suben del 9 al 59 por ciento, los embarazos extra-uterinos aumentan de un 0,5 por ciento a un 3,5 por ciento y los partos prematuros de un 5 a un 15 por ciento. Una ley que da hasta un período arbitrario de 12 semanas para abortar libremente, incluso si eres menor de edad sin permiso de sus padres, cuando de sobra es sabido que desde el momento de la concepción, no sólo hay vida, sino que es una vida única. Una ley que no mira más allá del aborto y no ampara el síndrome post-aborto que sufren las mujeres. Una ley de la que solamente se beneficia la industria “asesina” del los que practican el aborto.
Es decir, una ley injusta, que se olvida del inocente que no ha pedido nacer, y que cualquier reforma de ella seguiría siendo injusta, al menos que se derogue y se promueva una legislación que proteja la vida desde el momento de su concepción y una ley integral de apoyo a la maternidad.