No es cosa de ponerse pesados con una nueva entrega de lo mismo, pero la meditación sobre el tiempo requiere el tiempo necesario para llegar hasta el final: fijar la raya entre increencia y fe; a eso vamos.
El que vive la opción atea en toda su radicalidad dice como Freud: «Mi reloj siempre está en hora» queriendo expresar que no hay más tiempo que el de la vida, ni más salud mental que la aceptación realista del término de su duración, la muerte. Toda búsqueda de un Tiempo (sagrado o eterno) fuera del tiempo es una «estafa» (Lacán). Por eso, el ateo lúcido se ve a sí mismo «en su perpleja condición efímera//de transeúnte entre dos sombras»(Antonio Carvajal).
Ese saberse efímeros tiene, no obstante, su (trágica) belleza; pues a los hombres «nos congrega la ausencia de horizonte» y de ahí surge una mirada de simpatía solidaria, ya que: «el otro está en nosotros; no es angustia//la inquieta llama que la nutre, o vértigo//del tiempo en nuestras almas derramado». Nada de vértigo en esa mirada, dice el poeta o el psicoanalista pues, contra lo que pudiera parecer, es gracias a la mediación de la muerte como «el hombre se humaniza en su relación con su semejante»(Lacán).
El ateo honrado podría preguntarte, a ti, creyente: Y tú ¿por qué doblas la rodilla? Y uno, que acaba de cargar las pilas con los santos inocentes (ejercitándose en aquello tan sabio que dijo Cristo: «si no os hacéis como niños nada entenderéis»), no está por concederle a la muerte o a la nada la categoría de Absoluto, sino que balbucea esta respuesta: cierto que esto es como mirar en un espejo oscuro, pero ni el temor a la muerte ni el deseo de inmortalidad es lo que nos mueve. Nuestro horizonte de fe es eso otro que al ojo infantil resulta en absoluto efímero, la permanencia en el Amor. Pues el Amor eterno es «la hora inmensa» (J. Ramón Jiménez).