Ya no le veo. Tampoco le escucho en esas ocasiones en que menos me lo esperaba; aparecía casi abruptamente, como queriendo avasallarme con su voz chillona, tajante, autoritaria, ese pretendido cinismo que conseguía disminuirme e intimidarme hasta lograr que raudas lágrimas fueran cayendo empapando mi cara mientras me tragaba el llanto al mismo tiempo que mi orgullo.
Recuerdo que una vez me pilló en la calle mientras miraba escaparates después de tanto tiempo sin hacerlo y me deleitaba con los vestidos otoñales, los colores sobrios de la temporada. De pronto vi su figura perfilada a través del cristal; confieso que me asusté, no le esperaba. Sus visitas eran siempre en privado y este atrevimiento de buscarme en la calle, me hizo sentir espiada y perseguida. Me ordenó volver a casa y le miré fijamente con rebeldía. Quise enfrentarle y decirle ¡NO!, pero fue tan fuerte la dureza de su mirada que sentí pánico y sin protestar volví sobre mis pasos, rápida y temerosa.
Jamás me puso una mano encima, jamás me tocó, pero eran tan fuertes los golpes de su voz que me menguaban, hasta hacerme sentir insignificante; tan pero tan pequeña, que me invadían las ganas de volver al vientre de mi madre.
He ido dejándole de ver poco a poco. Creo que ha partido, que se ha hartado de mí, de mi debilidad y sumisión. Algunos me dicen que nunca ha existido, que sólo ha habitado dentro de mí, en mis sueños, o fruto de la imaginación y de esta laxitud momentánea que a veces me da en la vida, de ese querer no avanzar.
Me han dicho tanto y de todo, pero de lo único que estoy segura es que no quiero verle más. Nunca más.