De entre la pastosa y húmeda oscuridad, tu figura irrumpe con tanto sigilo que logra intimidar al propio silencio y asfixiar el aliento de unas paredes cansadas de presenciar tanta miseria y horror. Las miradas que todavía respiran suplican misericordia, algunas se sacuden el polvo de una vida que se instala sobre los harapos de cuerpos frágiles, cuerpos de huesos cosidos a una tela con números. Huesos y números. A eso se ha visto reducida la mayoría de la humanidad.
Observas con desprecio ese collage de personas, intentas obviar el asco que se acumula en tu garganta, en tu boca; algunos cuerpos se desploman implorando a la muerte que acuda rauda a por ellos. Pero no te importa. Tienes bastantes entre los que elegir. Desde que cambiara el Orden Internacional, los de tu clase, unos pocos privilegiados, se han hecho con el dominio político y económico; el resto, lentamente, y con alguna que otra ayuda de los gobiernos de antaño, fue formando parte de este juego que se inició aquella luminosa noche, en la ciudad de Nueva York, en 2010. Qué maravilla.
Te quedan tres minutos antes de que entre el próximo recolector. Crees que le toca el turno a Japón. Hace mucho que no ves al amigo Urasawa, único representante nipón. Te fijas en un hombre de mediana edad; una de sus extremidades parece estar dislocada y parte de su abdomen está atravesado por una cicatriz gruesa y protuberante. De entre sus piernas, asoma, como un cachorro asustado, un niño pequeño que se sostiene abrazado al muslo derecho. Sonríes. Ya has elegido. Te quedan treinta segundos. Levantas la mirada y apuntas en la pizarra electrónica: número 56849. Antes de abandonar el habitáculo, logras escuchar los aullidos del hombre y los gritos ahogados del niño. La diversión sólo acaba de comenzar.