Ilusionados salimos y volvimos a Antequera. El destino era Tarragona, más concretamente, la beatificación de los hermanos Menores Capuchinos que perdieron su vida por la fe en este convento que es tan querido por todos los antequeranos. Doce horas de viaje, incluidas algunas paradas, fueron necesarias para llegar a nuestro destino. Y hubo momentos que no atinábamos con la posturas y las piernas pesaban un poco más de lo debido. Pero lo hemos pasado fenomenal. Rezamos y reímos tanto que lo llevaremos mucho tiempo en nuestro recuerdo. Nuestros frailes felices y el resto de la comitiva también al acompañarlos con nuestro calor y presencia. Son muchas emociones las que se viven en una beatificación, esos nuevos beatos, personas dotadas de una espiritualidad y entrega que no tiene parangón nos miran desde el cielo y su imagen nos sonríe.
Es posible que yo no sea capaz de relatar ni expresarla, ni tan siquiera me aproxime, pero se produce una empatía tan especial que hay que vivir in situ, pasando frío, calor o lo que toque. Esa atmósfera está bendecida y se palpa en el ambiente. Es curioso, pero se obra el milagro de sentir al mismo tiempo nuestra insignificancia y grandeza que sale del corazón lleno de encargos para no olvidar a nadie que necesite la fuerza del Amor Divino que tanto ayuda en cualquier momento de la vida, sobre todo, en los más difíciles.
Tarragona nos acogió muy bien, su sol es más tempranero que el nuestro y más suave, pero el mar que compartimos tiene el mismo color y olor, rugen las olas en las rocas y se dulcifican en sus playas de arena fina. Se pasea bien por la ciudad; y todas nuestras preguntas fueron respondidas por sus vecinos en castellano, con acento como es obvio, correcto y con amabilidad. Sin pasar por alto que la señera ondeaba en muchos domicilios particulares. Se sienten distintos y han conseguido con la debilidad de los gobernantes, la forma de demostrarlo. Ahora sólo queda el tiempo y la negociación, el primero es corto y la segunda se presume dura y complicada.