Vi su luz a lo lejos, muy a lo lejos, y en apenas una hora empecé a percibir el olor que tanto temíamos cuando el rigor del verano caía infernal sobre nuestras cabezas y atravesaba todo lo largo de nuestros cuerpos, bajando hasta los pies y las mismas entrañas, sin embargo –si nadie provocaba a los temidos elementos– todo esto era soportable, lo superábamos con nuestra capacidad de estrujar la tierra y de encontrar los profundos humedales fruto de las estaciones más generosas, pero contra aquel dragón henchido de fuego y viento poco podíamos hacer, nos tragaría sin remedio, se nos lanzaría hambriento y sin contemplaciones a las cabelleras y seguiría por las fornidas piernas hasta dejarlas hechas simples cenizas y se preocuparía, en extremo, de que el territorio quedara insensible, seco y estéril durante casi toda una vida que cualquier ser pueda contar.
Gracias a la osadía y obstinación de un valiente bombero, soy el único superviviente –hasta el horizonte que alcanza mi altura– de aquel terrible incendio del pasado verano, y en esta infinita soledad: ¡Echo tanto de menos el roce con mis hermanos cuando el viento nos mecía las hojas! ¡Y nuestros piques comparándonos en las épocas de crecimiento! ¡Y las airadas conversaciones en pleno vendaval y… ¡Ay! Aunque no he parado de estirar las ramas y derramar innumerables semillas, sobre las cenicientas puertas de esta tierra, sólo he conseguido germinar un pobre manto de hierba a mis pies esta primavera.