Por raro que parezca, tienen algo en común los difuntos y los niños. Éstos son una bendición, decimos; pues, como jamás enturbian la alegría, cabría pensar que los criamos para mirarnos en su espejo. Lo encantador (en sentido literal) del asunto es la discreción que se gastan, en sus artimañas, las inocentes criaturas. Son unos liantes franciscanos de los que, gota a gota, va calando un mensaje: déjate seducir, no te resistas a la esperanza.
Pero, en este sentido, incluso los difuntos son unos discretos liantes a los que solemos agradecer con flores que, sólo por la piedad que inspiran, dosifiquen la esperanza manteniéndola en su estado infantil de humilde pequeñez, que es como verdaderamente tiene gracia. No te resistas a la muerte, vienen a decirnos; pues, cuando llegue tu hora, “será hacer caer como un bálsamo de la noche” (Charles Péguy).
La noche del adiós
Noche final, callada
despedida
del dédalo de sangre a mar
de altura.
Ya nadie en el timón,
la singladura
va de retorno al Padre
de la vida.
Al mar potente el río
se abandona,
a la infinita noche
el dulce abrazo.
Que estando ya soltad
todo lazo,
la ardiente lava –el corazón– se dona.