Decía Martín Descalzo que, al abordar cada capítulo de “La Vida de Jesús” tenía la sensación de que ese era el más difícil de cuantos había escrito y que, una vez superado, los restantes discurrirían fácilmente. Pero no era así, pues en cada nuevo capítulo volvía a encontrar la misma dificultad.
Algo de eso me sucede cuando preparo una homilía. Creo que si supero la que estoy haciendo, la siguiente será más fácil, pero cada semana me encuentro con idéntica dificultad y sensación.
Sensación que se multiplica en la Fiesta de hoy. Pues toda nuestra vida de fe nos la jugamos hoy. Y nos la jugamos, porque sin Resurrección nuestra fe se reduce a nada: la Encarnación, no sería el nacimiento del Hijo de Dios; su cruz, no sería redentora; los milagros, no serían signos; y Jesús, no sería el Cristo.
Sin Resurrección, ¿para qué serviría nuestra fe y nuestra Iglesia? ¿En qué mar sin fondo se perderían nuestras oraciones? ¿Dónde nuestra esperanza?
No exagera Pablo cuando dice: “Si Xto. no resucitó vana es nuestra fe, vana nuestra esperanza. Somos los más miserables de los hombres.” Y es que la Pascua de Resurrección señala un antes y un después.
Un antes, porque los suyos habían quedado desencantados con la muerte de Jesús. Le habían entregado sus vidas, le habían seguido abandonando sus familias por él, y ahora estaba muerto. La Cruz no sólo era la pérdida del amigo, sino el hundimiento de todas sus esperanzas.
Sólo les quedaba llevar a cabo un último gesto de amor, decían las mujeres. Y unas cuantas, el domingo muy de mañana, se dispusieron para ir al sepulcro y embalsamar bien el cuerpo de Jesús.
San Juan destaca que María Magdalena, al llegar y ver la losa quitada, temió que hubiesen robado el cuerpo de Jesús. Corrió a donde estaba Pedro y dijo: «se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto.»
Pedro y Juan se pusieron en movimiento. Llegaron al sepulcro, entraron en la oquedad, y, Juan, al ver las vendas en el suelo -es decir: aplanadas, sin el cuerpo dentro-, y el sudario enrollado aparte… Vio, comprendió y creyó, dice el evangelio: «Y Juan vio y creyó, pues hasta entonces no había entendido las Escrituras, que había de resucitar de entre los muertos».
Y a partir de ahí la resurrección ilumina la mente y el corazón de los discípulos. Les descubre que la Pasión fue la victoria del amor: «Pues nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos».
Y se convierte en el foco que atrae nuestro peregrinar. Nosotros creemos en Cristo muerto y resucitado, esperanza nuestra.
– Y por eso, santificamos nuestro trabajo y descanso.
– Y convertimos en gracia nuestras cruces penas y entregas.
– Y sabemos que nuestra muerte desembocará en la Vida.
– Y tú nos llenas de alegría y te damos gracias, Señor resucitado, por tanto amor.