Seguro que ella lo tenía más que meditado, porque es mujer que sabe hacer las cosas bien y lo demuestra a diario con su labor, como viene haciendo desde 2006, pero a muchos nos cogió de sorpresa que Cristina Marina cesara voluntariamente de su cargo de presidenta de ADIPA, un cargo que le iba a la medida por sus facultades personales, por su caridad y formación cristiana, por el cariño derrochado a aquellos “niños”, por los amplísimos conocimientos que su dilatada experiencia en la benemérita entidad.
Conocimientos, nacidos, primero, como mano derecha del recordado Antonio Rodríguez, luego continuando la labor de éste al frente de la Entidad, no sólo manteniéndola, sino impulsándola, haciéndola crecer, ampliando sus actividades, siempre en beneficio de quienes lo necesitan, siempre, como ella adelanta cada vez que se toca el tema, con el apoyo de Diego – lo vimos en la entrega de distinciones del Ayuntamiento el 16 de septiembre– y ese formidable equipo de voluntarios y profesionales que llevan a cabo la compleja labor diaria, o a más plazo, de algo tan grande.
Tantos años, viviendo tan de cerca la problemática diaria de cada interno o atendido y de una entidad tan compleja como es hoy la institución, resolviendo el día a día, y planificando el futuro a corto, medio y largo plazo; tantos años buscando apoyos, resolviendo trámites, “pidiendo” –no sólo ayuda económica, sino también calor, apoyo moral, ánimos para que no decaiga nadie en su delicada labor, del día a día—tienen que “quemar”, pero Cristina lo llevaba muy bien, o al menos eso parecía, quién sabe si fingiendo normalidad y entereza para no preocupar a nadie, para dar ejemplo a todo el mundo, porque Cristina era la cabeza visible, el faro que primero se veía y por tanto el