Me gustaba escribir para ti. Sentada bajo la ventana de tu cuarto, donde el sol dejaba asomar sus rayos cálidos, leía mis relatos con voz nerviosa esperando tu reacción.
Siempre te gustaban, aunque a veces me llamabas payasa si el argumento trataba de hacerte reír. Pero te reías, y me contagiabas, y durante horas no podíamos parar hasta llorar, tirándonos al suelo, incapaces de recuperarnos.
Luego salíamos a la calle, a la playa o a sentarnos en el banco de la plaza, dependiendo del humor del viento de levante. Yo seguía creando historias en voz alta y tú escuchabas pacientemente. Nos perdíamos en ellas para escapar de la realidad que nos apretujaba a medida que crecíamos. “¿Cómo te sientes al cumplir 8 años? ¿Y 12? ¿Y 18?”, era mi pregunta anual en tu cumpleaños, varios meses antes que el mío.
Yo te brindaba historias y tú a cambio cubrías mis dolores con una manta. “¿Cómo seremos en el futuro?, ¿Dónde estaremos?”, preguntabas a veces. Y volvíamos a reír haciendo cábalas sobre cientos de posibles situaciones que sin duda estarían por venir. “Yo daré la vuelta al mundo”, “Yo viviré en una gran ciudad”.
El futuro está aquí hoy y ya no te leo, ni siquiera me siento bajo la ventana de tu cuarto. La vida nos ha subido en una montaña rusa que no ha parado de dar vueltas y seguirá así hasta que el viento esparza nuestras cenizas sobre la playa. Pero yo sigo escribiendo historias para ti. Y siento todavía tu manta arropando mis penas.
