Hoy estás verdaderamente muy raro. Paseas por la casa como alma en pena con los ojos perdidos en las paredes, evitando cruzarse en su camino con los míos, que te observan inquisitivos y atentos al menor movimiento, dóciles y confiados, entregados a ti.
Me doy cuenta de que exhibes en tu cara la barba descuidada de tres días, de que pululas por la estancia con la ropa desastrada, bebiendo las cervezas a morro y limpiándote después los restos goteantes con el codo. No te distraes con el fútbol y apenas tecleas en el ordenador dos minutos, lo dejas abatido; miras el teléfono desesperado esperando una llamada que nunca llega y no me haces caso aunque te empuje cariñoso la pierna para que sepas que existo, que estoy contigo siempre.
Mucho me temo que estás enamorado. Escucha: ¡Salgamos a la calle a saborear la dulce brisa de la noche en nuestros cuerpos! Tú puedes contar las estrellas mientras yo husmeo por el suelo y los rincones de las calles empedradas los rastros de los congéneres que me precedieron; hollaremos después el suelo del Paseo Real que sostendrá firme nuestros pasos –ya sabes que todos los seres vivos necesitamos pisar tierra algunas veces para sentirnos felices y seguros–, y rodearemos la blancura circular de la Plaza de Toros acunados por el canto tranquilo del aire entre las hojas de los árboles. Además, necesito hacer pis. Por favor, no te olvides de tu amigo incondicional, de tu inseparable perro Latas.