El vaso derramaba una lágrima profunda, cierta, envolvente, que se mezclaba con aquel sabor que aún sus papilas gustativas desmenuzaban mezclando los olores que habían penetrado en ella.
El color púrpura, el sabor de antaño, el roble unido a la sutil vainilla, una atrevida conjunción que no hacía sino explotar los sentidos en su mente. Ahora la lágrima que se derramaba, era la suya.
El bullicio y las miradas de los que en la barra se habían fijado en ella, no la trajeron de vuelta. Paseaba por campos verdes, praderas a las que nunca faltó la luz, el sol, la belleza, la felicidad. Sentía las uvas aplastadas en sus pies y escuchaba de fondo las carcajadas de los niños.
Sus manos acariciaban el pasado a través de aquella copa de cristal. Un giro más a su vida, a su existencia. Otro sorbo, otro recuerdo que tragar, aunque el nudo se hiciera más y más grande en su garganta.
Sus labios no dejaban escapar nada, ni suspiros, palabras, sonrisas o quejidos. Sólo se abrían para un leve suspiro cuando dejaba entrar los recuerdos en forma de bebida amarga.
En mitad de sus ensoñaciones notó cómo alguien respiraba de forma excitada cerca de la nuca. Un escalofrío que recorrió toda su piel la trajo de vuelta a la tierra. Se recompuso el vestido, mojó sus labios y con una media sonrisa forzada en sus labios antes temblorosos, se volvió.