Popy lleva conmigo tres años. Le encanta comer y por eso siempre hurga en el cubo de la basura cuando cree que nadie lo mira. Cuando sólo tenía seis meses, enfermó gravemente al engullir unos huesos de pollo que alguien había dejado a la vista, pero en cuanto se recuperó volvió a las andadas.
Es un ladronzuelo al que le gusta guardar objetos que encuentra por las habitaciones, como los calcetines sucios o una de mis zapatillas preferidas; defiende sus tesoros tumbándose sobre ellos como si tuvieran el poder de adormilarlo.
Parece valiente cuando está con otros perros pero se asusta enseguida si alguno le enseña los dientes, entonces se esconde detrás de mí para que pueda defenderlo. No es buen guardián, ni siquiera serviría para espantar a un ratero que quisiera entrar en casa. Es un desastre de perro.
Para lo único que sirve este animal es para estar pendiente de mi vida. Me acosa a lametazos cuando llego a casa y no descansa hasta que le tengo que hacer unas caricias. Luego me persigue por todas partes, como si no tuviese otra cosa que hacer. Me acompaña mientras me ducho o cuando hablo por teléfono. Se viene al sofá y se echa en el suelo, a mi lado, mirándome fijamente, tratando de adivinar cuál será mi próximo movimiento.
A veces, si he tenido un mal día, Popy me coloca la cabeza sobre las piernas a modo de consuelo y suspira conmigo. No me deja en paz. Incluso vela mi sueño. Siempre quiere estar pegado a mí. Es un encanto de perro.