Cuando yo era una niña, mi madre siempre nos estaba contando historias. Unas veces eran relatos de mi abuela, que siendo aún muy pequeña vio al cometa Halley y toda la gente del lugar se arrodilló en la tierra a rezar para que no pasara nada malo.
Y en las épocas de sequía los vecinos iban en procesión hasta la cuesta más alta a pedir para que lloviera y antes de terminar los rezos ya empezaba la lluvia a caer y tenían que regresar corriendo.
O el día que la madre le amarró la pata a una gallina con un hilo muy largo, le dio el ovillo y una cesta para que la siguiera y así descubrir dónde estaba la nidada y coger los huevos, sólo que ese día se encontró con un duendecillo que tenía una barba muy larga y le silbó muy fuerte, como se contaba que los duendes se robaban a las muchachas para llevárselas a su cueva, ella echó a correr con todas sus fuerzas, al llegar a la casa calló desmayada y la madre quemó una pluma para darle a oler y que despertara.
Otras veces nos narraba los recuerdos que ella tenía de cuando era chica y vivía en el campo, en una casa de madera rodeada de árboles con frutas de todo tipo y se divertía jugando con sus hermanos, de los días felices de enamoramiento, o el más triste cuando todos los niños iban llorando hasta la parada del autobús a despedir a la maestra que ya no volvería más porque se iba a casar y sus memorias cuando se fue a la ciudad a trabajar y los sinsabores que pasó en las diferentes casas que sirvió.
Aún hoy sigo ávida
de historias.