Echó el cerrojo a unas rejas de las que casi no podía tirar por lo oxidadas que estaban. Se miró en el cristal de las puertas y allí estaba. Las gafas casi no dejaban ver sus ojos, la nariz puntiaguda, el pelo graso, y más largo de lo normal, y la barba mal afeitada. Cómo una mujer se podría fijar en él. «Estúpido, no haces más que pensar en memeces, una tía así jamás te miraría y tú esperando el momento propicio para invitarla a un café, ¿a dónde? ¿A tu casa?», cavilaba mientras no se le iba de la cabeza aquella muchacha que vigilaba. Echó el candado y marchó.
Mientras subía las escaleras las lágrimas le inundaban por dentro. La cal de la pared estaba en el suelo, los peldaños habían pasado del blanco a un gris oscuro en el que no se reflejaba sino el pesado caminar de alguien sin presente.
Aquella misma sensación de que todo se le agota, de mero instrumento, se le volvía a presentar ante sí. Entró dando portazos, gritando, poseído por una furia que sólo dejaba escapar cuando en su soledad, nadie le podía ver.
Se balanceaba sin cesar, deseando que aquel pánico que le inundaba pasara y le dejara descansar, pero ese temor se volvía más y más fuerte. Los sueños rotos, todas las imágenes proyectadas en su mente habían pasado a otro plano. Ese salón del que sólo colgaban cuadros antiguos ya no tenía el brillo con el que lo había planeado. La desolación lo llevó a su habitación, encendió el ordenador, necesitaba escaparse. Abrió su blog y comenzó a escribir.