Pienso que he perdido la cuenta. Quizá sea febrero cuando el viento frío, casi glacial, hace su aparición y atormenta mi rostro cuarteado, cubierto de una espesa barba y cabellos sucios. Detengo una mirada larga en estas manos ásperas donde sólo quedan restos de nicotina en unos dedos temblorosos y débiles.
He perdido la noción del tiempo. No sé si es febrero o marzo, o si es que los días se amontonaron veloces y acabaron trayéndome un nuevo año. Creo que he pasado la vida entera escapando, sin saber de qué ni de quién, porque el arsenal de pastillas que llevo siempre conmigo en la mochila, han hecho que escuche a mis espaldas el murmullo de cazadores humanos y sus perros carniceros. Sólo sé que tenía que avanzar, caminar a paso ligero por los bordes empinados de las grietas, en medio de montañas escabrosas, ocultándome en arbustos espinosos, sintiéndome desnudo y como un animal aterrado, temblando ante la inminencia del fin.
Pero ahora, es tal el agotamiento que he decidido parar. Me he sentado sobre una roca pequeña, hiriente por sus múltiples aristas, a mirar el horizonte, donde al fondo parece encontrarse un hermoso verdor, tupido y vital, tan al alcance de la mano que, paradójicamente, parece estar al final del mundo… De pronto me viene un impulso enorme de lanzar la mochila hacia el infinito y al hacerlo siento que he logrado la libertad, que mi sueño más caro por fin me ha sido otorgado y cierro los ojos, un instante nada más, para contemplarlo a plenitud, eternamente.