Anochecía. Nos sentamos y miramos en silencio al mar. Empezaste a hablar. En seguida me atrajeron tus enormes ojos oscuros que irradiaban alegría. Debajo, tu boca dibujaba una línea blanca, muy fina, entre unos labios sin pintura. El molde perfecto para un beso inolvidable. La brisa del mar despeinó ligeramente tu pelo castaño. Cruzaste las piernas, cubiertas apenas por una falda corta. Eran deliciosas, torneadas por el ejercicio y bronceadas por el sol. No dejabas de hablar. Una sonrisa muy hermosa acompañaba a las palabras. Me sentí acariciado por el tono de tu voz e iluminado por el brillo de tu mirada. El mundo, todo mi mundo, se reducía a nosotros dos, y tuve la certeza de que no carecía de nada.
Deseé detener el tiempo, hacer eterno aquel momento, prolongar sin límite mi dicha. Fue un anhelo frustrado. Al participar en la conversación rompí la magia de aquel instante. Más tarde, a solas, me situé mentalmente en el banco, en un intento por revivir lo que había experimentado junto a ti. Y llegué a la convicción de que la búsqueda de la verdad, la belleza, la dulzura, tendría que formar parte para siempre de mí. Compartiría mi ser junto a la palabra escrita.
Mi escritura buscaría todo lo que de hermoso y honesto hubiese en el mundo. A partir de entonces canté a la amistad, la ternura, el amor: a todo lo que, por hacer más digno al ser humano, me hacía más semejante a ti.