Nos sentamos en una mesa y pedimos una copa. Mis amigas comentaron un incidente con el conserje del hotel y rieron ruidosamente. Yo, entretanto, miraba el imponente alcázar pensando que era un valiente caballero que dirimía un asunto de honor en un espectacular combate bajo la mirada anhelante de una hermosa y enamorada dama. Sonreí. Alcé la vista al cielo estrellado.
Una paz profunda invadió poco a poco mi ánimo. Entonces mis amigas refirieron alguna de las leyendas de la ciudad. Puntos luminosos pululaban en la oscuridad como ojos escrutadores de misteriosos seres al acecho. Me fijé en el río, que reflejaba la luz de la luna, y soñé que huía de noche con mi amada por alguno de sus puentes buscando un lugar lejano donde hacer realidad nuestro amor heroico e imposible. Llegó el camarero con las bebidas.
Ellas siguieron hablando de la ruta nocturna guiada que habíamos hecho por el centro y el barrio judío. Me imaginé aquellas tortuosas calles empedradas donde los viandantes se saludaban inclinándose y quitándose el sombrero, los pícaros pedían limosna sin apartar la mirada de alguna bolsa al alcance de la mano y los protagonistas de las historias que habíamos escuchado sucumbían a la fatalidad de sus pasiones.
En una mesa contigua se sentó una pareja. El caballero, de rostro enjuto, barba afilada e indumentaria oscura, bien podía ser un personaje de un lienzo de El Greco que hubiese cobrado vida. Mis compañeras, entonces, propusieron un brindis por nuestra amistad. Aunque sin la ceremonia de antaño, todos entrechocamos nuestras copas con entusiasmo.