Estoy estos días sumergida hasta las cejas en mi novela. Mis personajes respiran el aire de levante, que llega del mar, de este mar que amo de manera desmedida. Lo quiero igual que las piedras que rodean Antequera y que mágicamente una vez, las llamaron Torcal. Inmóviles, éstas de origen kárstico y un continuo oleaje del Mediterráneo, anidan en mi día y en mi memoria en estos espacios en los siempre estuve y estoy. Me siento afortunada. Normalmente en una vida no existe esta confluencia astral. Pero a mí se me regalaron las dos cosas tierra, torcas y mar.
Es la hora de la siesta aquí y todas partes, pero yo me empeño en escribir, cosas que llevo en el ADN que diría mi hija la doctora en Medicina, mamá “Esto se hereda como los ojos verdes de la abuela Isabela”. Sí pero es que estoy hablando de Manuel Avilés, mi bisabuelo. Ella, mi Marina, se ríe y dice… es lo mismo mamá se transmite. Pues no le pienso llevar la contraria. Me siento privilegiada por este atavismo.
Simas y cuevas, oleajes y oleadas desnudas de protagonismo. Diferencias sutiles hay. ¿Sutiles? Esta noche cena de despedida. Algunos amigos que se marchan a su ciudad. Cordobeses, granadinos, jienenses… Nos volveremos a ver cuando Dios quiera, mientras tanto celebraremos nuestra amistad, el estar juntos y la libertad de la que gozamos.
Mientras brindamos por enésima vez, mi marido me pasa una servilleta escrita, “nos vamos a Escocia el 10 de septiembre”. Yo brindo con más entusiasmo si eso es posible y lo beso.
El dueño del restaurante cierra el local y pone la música que adoro. Son las doce y tantas de la madrugada. La noche empieza ahora, cuando de puertas de afuera se cierran y adentro comienza nuestra especial cruzada de la amistad. Mañana, si Dios quiere, será otro día. Pero hoy, que me quiten lo bailao.
