En la semana que ahora finaliza hemos sido el centro de todas las miradas en lo que a corrupción se refiere. Cuesta creer que un país que se mantiene permanentemente pegado al móvil, con parlamentarios chateando en los escaños, otros jugando con su tablet y los más en reuniones a las que asisten para apenas escuchar y entender lo que allí se dice, pocos o ninguno en el ámbito político acaben por no enterarse de nada. Las perlas de los últimos días, no dejan indiferente a ningún hijo de vecino. Las declaraciones de Julián Muñoz: “El más listo fue Gil, que nunca firmó nada”, no es un ejemplo de querer salir absuelto de toda culpa por desconocimiento, sino una actitud más del escaso decoro hacia quienes se sintieron gobernados por un alcalde que pretendió enriquecerse a costa de las arcas municipales.
El país de la picaresca, que arropó la obra del Lazarillo de Tormes allá por el siglo XVI, vuelve a ser espacio de escenas no ya picarescas, sino de asuntos muy turbios que ponen de relieve que muchos de los que asistieron a importantes fiestas y saraos quieren hacernos ver que hemos de pagarle las copas de una fiesta a la que ni asistimos ni fuimos invitados. Sin embargo, la justicia parece que en esta ocasión está cumpliendo su cometido. Francisco Correa, Pablo Crespo y Álvaro Pérez tratarán de convencer que fueron víctimas de una persecución y una maniobra política, pero en España pocos dudarán que estos y otros muchos serán conocidos como los sujetos de una trama que tenía suficiente capacidad para corromper la contratación administrativa con el único fin de lucrarse.
Estos asuntos y las sumas de Rodrigo Rato, donde sus conferencias le reportaban cuantiosos emolumentos por hablar en público leyendo unos papeles, nos dejan una vez más no con la duda, sino con la certeza de la cantidad de dinero que se pierde por las cloacas de un Estado español cada vez menos respetado.
La presunción de inocencia debe ser más que aceptada, pero a los que en la escuela nos enseñaron los valores de la ética y la moral cada día nos cuesta más trabajo entender que cuando el río suena vaya sin agua. Que la clase política ha de levantarse contra los que abusan de poder no debe ser una osadía, sino un acto de valentía que debe venir acompañado con el endurecimiento de las penas en la cárcel. Así, no cabe duda, acabaríamos con esta lacra.