Sólo los aventureros de libros o películas saben cuanto les cuesta ser ellos mismos. Después de vivir entre libros y personajes de Verne, de deambular por sus páginas que viajan al fondo del mar o dan la vuelta al mundo en 80 días, tan siquiera un respiro entre una aventura y otra, ya me encontraba viajando al centro de la tierra o al faro del fin del mundo. Durante estos viajes de libro viví intensamente los personajes y los lugares y un buen día, alguien muy querido me descubrió a Salgari y con él a Sandokan, a los piratas negros o rojos.
Entraron en mi vida como un huracán de personajes, buenos y malos y aventuras de fuerza extraordinaria. Imaginación desbordada, riesgos y peligros que agradecí con solo 11 años. Aún así cuando llegó Indiana Jones, yo ya era adulta y había leído todo tipo de novelas, tal vez no demasiadas de ciencia ficción, pero fue entonces cuando sentada en la butaca de un cine, descubrí al héroe que yo siempre había imaginado, y las aventuras que siempre había soñado. Un profesor arqueólogo que jugaba en serio a cazar tesoros. El antihéroe que lo convertía en alguien cercano y con el que viajabas a cualquier rincón del mundo en avionetas que eran pura chatarra. La línea mágica y roja atravesaba mapas con velocidad de vértigo.
Látigo enrollado en la cintura, sombrero Fedora marrón y una indy jacket de cuero que fue cambiando según las peripecias que vivía el audaz protagonista. Hoy en otra butaca distinta, de un cine diferente, Indiana me ha dicho adiós. El arqueólogo, profesor tan querido, se ha despedido. Casi me niego a creer que ese látigo no restalle de nuevo, que esa cazadora no se rompa en mil pedazos a fuerza de sudor y sonrisa pícara, mientras sortea peligros y retos. Me ha sonado a despedida sé, pero quién sabe, este héroe carismático puede volver a aparecer a la vuelta de la esquina montando un caballo y a galope tendido por desiertos con escorpiones o serpientes cascabel, o conduciendo lachas veloces por los canales venecianos. Así que, hasta siempre doctor Jones.