Esa pequeña montaña, caprichosamente “puesta allí” por la Naturaleza, me fascinó desde pequeño. Recuerdo que, desde muy niño, iba con mis padres y mi hermana Maritere, a un lugar cercano de la vía del tren, por debajo del dolmen de Menga. Creo que se llamaba El Arenal. En aquel lugar degustábamos remolacha cerrajera, adquirida en una huerta cercana que regaba con agua limpia. Yo, a mis cuatro o cinco años contemplaba con disimulo dos cosas: el famoso tren-correo que iba a Granada, cuando quería, aunque siempre alrededor de las cuatro de la tarde, “dentro de un amplio intervalo de confianza”, y aquella montaña mágica que tanto me atraía, sin saber la causa. ¿Era acaso por su quietud? ¿Era porque invitaba a pensar? Yo, con mis pocos años, ya era pensador, pero no alcanzaba a ir más lejos. Eso me ocurría casi todos los domingos en mi paseo “remolachero familiar”. Después, a mi vuelta a casa pensaba en dos cosas: en la Peña y en el tren que pasaba cansino hacia Granada. Ese tren de día, tras su parada e intercambios en Bobadilla, seguía su rumbo hacia Granada cargado de “regalos algecireños” y con ganas de pasar aún con la luz del día por el pie de la Peña… para contemplarla.
Pasaban los años; la Peña seguía allí con su hermosa quietud y yo, ya más mayorcito, la seguía contemplando. En días de gran luz, bajo esos cielos azules antequeranos, me gustaba ir a contemplarla desde los jardines del Corazón de Jesús de antes, a la caída de la tarde: aparecía la Peña iluminada con tonos rosáceos intensos hasta que la luz del día iba desapareciendo. Y llegaba la noche; ¿dormiría la Peña? O ¿pasaría la noche despierta descifrando las confidencias que sus contempladores le habían hecho durante el día? Nunca lo sabremos; ella seguiría apareciéndonos, quieta, reposadamente tranquila cada día…
Pude disfrutar de esa montaña mágica ya estudiante universitario, un año antes de acabar mis estudios en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Granada. Un problema en mi retina del ojo derecho me obligó a suspender mis estudios y a reposar en Antequera; sólo tenía permiso médico para pasear con suavidad una hora al día y, esa hora la dediqué a “pasar un rato con la Peña” cada tarde, contemplándola de lejos, cuando sus colores rosáceos –en días no nublados, claro– eran penetrantes e inspiradores de quietud y sosiego. Así transcurrió mi convalecencia: con la Peña como amiga y confidente.
De esta forma pasaban los años; yo, ya consagrado investigador, y con mis actividades profesionales muy lejos de Antequera, volvía a “mi” Peña siempre que viajaba a Antequera. Ella seguía en su quietud dispuesta a escuchar todas las confidencias que se le hacían; las mías, también. Un día recibí en mi despacho de Alcalá de Henares un paquetito que contenía un libro, en su versión original inglesa, considerado por muchos como un libro muy poético relacionado con el amor; el libro –The magic mountain– de Thomas Mann se me enviaba, de forma casi anónima, por mi entusiasmo al hablar de los silenciosos encantos de la Peña de los Enamorados de Antequera. Agradecí en silencio el envío de tal libro, no sin seguir pensando en mi auténtica montaña mágica: la Peña.
Siguieron pasando los años; Antequera se fue poniendo más de moda como cruce de caminos y civilizaciones en el centro de Andalucía; el turismo se fue introduciendo en el pueblo y mucha gente venía a contemplar la “cabeza del indio”. ¡Qué tristeza! ¡Mi montaña mágica tratada sin poesía alguna como la cabeza de un indio! ¿Sería acaso la política de globalización la que nos llevaba a “este desaguisado” desprovisto de poesía? Y aquella montaña seguía atrayendo a los visitantes: todos venían a contemplar aquella cabeza del indio acostado…
Siguieron pasando los años; Bartolomé Ruíz logró que la Unesco –al fin, en 2015– se interesara por nuestro sitio dolménico y nos explicara que la orientación al norte del dolmen de Menga tendría su explicación porque aquellos primitivos constructores estaban obsesionados por la visión de la Peña. La foto desde la puerta de entrada al dolmen con la Peña al fondo lo explica todo. Esa foto enriquece uno de mis últimos libros publicados. Aquellos rudos pobladores de los confines antequeranos quedaron fascinados por la Peña…
Al nuevo museo de los dólmenes debemos muchas cosas, en especial resaltar de la mejor forma, la belleza del sitio, y ¡cómo no! permitirnos contemplar la Peña desde distintos ángulos. Agradezcamos a Bartolomé, a la Unesco y al proyecto arquitectóico, el habernos regalado con este engrandecimiento del sitio. A Juan Benítez, hijo adoptivo de Antequera, le agradeceremos en su día, el estudio histórico-cultural que nos ha prometido sobre las leyendas que circulan alrededor de la Peña de los Enamorados. Si, alrededor de la Peña, no alrededor de la cabeza de un indio…