“Cada libro quemado ilumina el mundo” (R W Emerson)
Se quemó la alquimia de la enciclopedia de Alejandría, ardieron libros en la China de QinShiHuang en el año 215 a.C. La casa de la sabiduría de Bagdad fue incendiada en 1258 por los mongoles. Carretas cargadas con libros en los que sepodía leer el Talmud en la plaza Grève de Paris la orden la dio Luis XIV. La moralidad o la inmoralidad quemó libros en Florencia y estos ardieron hasta consumirse en La Hoguera de las Vanidades. Manuscritos granadinos de la biblioteca nazarí perecieron bajo las llamas por orden del cardenal Cisneros. Botines de guerras cargados de incultura e ignorancia.
El fuego deja su huella con una rúbrica de devastación de cenizas. Las llamas lamen las hojas de los libros con una rotundidad febril, con una impudicia que lo consume todo. Los libros arden con las palabras que contienen, con las historias desperdigadas por el ardiente deseo de incinerar de destruir, pensando tal vez que las ideas que hombres y mujeres vertieron en ellos desaparecerán consumidas por las llamas. Incierto, falso, irreal. Ellas habitarán siempre. Los que saben dicen que los libros arden mal. Habrá que leer entre líneas de carbonizados párrafos los capítulos de una nueva librería que no se asfixia, renace cual ave Fénix y se eleva sobre el olor a quemado, sobre la villanía de las llamaradas, por encima de lo escrito en pasado y lo que se escribirá en futuro.
Cuando mueren las formas silábicas, las metáforas íntimas, resurgen las ganas de plasmar nuevas ideas, otras poesías, interminable narraciones. Escribir es el destino de mujeres y hombres para que todo quede a pesar del fuego. Prólogos serán de una nueva jornada. Al amanecer todo se extingue y se sitúan las sombras del negro hollín entre escalones fingidos de papel arrugado, húmedo, herido. Mutilados los títulos de las portadas. Desgajado el suceso de ese día que anuncia una nueva realidad. Aquello que no arde es y será.