Sabemos que un director cinematográfico debe de tener un estilo que le defina en cada uno de sus trabajos. Estos estilos a veces han introducido novedades técnicas, tendencias y escuelas. Murnau, Wiene, Ford, Welles, Hitchcock, Spielberg, Zemeckis… han conseguido con su forma de articular el medio kinemático que su impronta artística forme parte de las historias propuestas por sus autores, no entendibles y admiradas sin ellos.
Si existe un “l´enfant terrible du cinéma”, este es Ingmar Bergman. No creo haya habido en la historia un director que haya plasmado sus obsesiones, pasiones y pecados en la pantalla de forma tan original y bellamente fotografiados. La temática de sus historias, la angustia, y la atmósfera de desesperación que desprende sus fotogramas hace que lo separemos un tanto de otra figura enorme en el tratamiento del encuadre y la fotografía, Kubrick.
Cada secuencia de Bergman sostiene una tremenda tensión dramática que impregna la psique del espectador, apabullando a veces por la falta de consideración al público, arrancándonos las entrañas en giros o situaciones en las que cualquier sesión de diván con un psicólogo es un mero juego de niños. Su carrera fue prolífica en cine, televisión y teatro. De este último, Suecia tiene un gran débito con su figura. Pero su capacidad para hacer llegar sus historias, recaía sobre las espaldas de grandes actores y actrices, que se daban a conocer al gran público. Algunos de ellos, hoy son leyenda en la industria.
Como Max Von Sydow, que igual se enfunda en la piel del mismísimo Jesús de Nazaret (“La historia más grande jamás contada” – 1965), de un exorcista (“El exorcista” – 1973), o termina, por si fuera poco, por escribir su nombre en platino en los créditos de “Star Wars”. Volviendo a Bergman, supo como nadie estudiar, imaginar y articular con todos los artificios a su disposición un estilo, dejando un legado y una eterna discusión entre los que defienden o no su genialidad. Está claro que esa reacción sólo la provocan los genios.