No pensaría la tierra en tamaño despropósito, cuando todos los vaticinios apuntaban a la debacle de las aguas, al llorar de las nubes, al desahogo de los truenos, al ruido de la naturaleza en medio de la noche. Como un suplemento literario, ese que va aparte del periódico, la lluvia se hizo notar con notas líricas y voz contundente. Sonido de alto voltaje. En esta noche de otoño temprano, en esas horas en que la ciudad duerme, en esos instantes en que todo se vuelve otro día, la oscuridad se volvió luz intensa, fantasmagórica.
Marcaba, tal vez, la senda de los días de Noviembre en que todo se vuelve más esotérico, incluso más oscuro y terrorífico. Solitarias las calles que habían guardado en la memoria la tenue idea del agua de lluvia, la pincelada sutil de las tormentas, más imaginadas que reales, hasta que sucedió, volvió la realidad y la imaginación tomó tierra en la tierra y lo llenó todo de agua, de chubascos amigos, de mensajes guardados y secretos en las botas de agua de los más pequeños. Colorines infantiles, risas primeras, gritos agudos ante lo desconocido. Miedo no vivido en sus semblantes de pocos años. Gorgoteo atascado de alcantarillas. Paraguas inciertos caminando la mañana con atónitas varillas desentrenadas. Maquillajes diversos sobre la piel brillante de las fotografías.
Fachadas llorosas que cantaban sonatas de lluvia acompañadas de violines desafinados de una orquesta que acaba de despertar a nuevas partituras escritas en el rostro del tiempo con disonantes y estrafalarios ropajes de incierta desmesura. Rayos perdidos, sin navegador, que caían donde mejor les venía, en aquellos lugares recónditos o familiares en los que antes nunca les dejaron precipitarse. Más allá de las afueras, más allá. Formas de agua que acogen en remolinos las entradas y salidas. Formas que abrazan la tierra y la cantan.