Alzo el rostro. Primeras gotas de lluvia. Un final de agosto que cambia el perfil del verano. Se derrumba el cielo gota a gota. Intensas nubes que abren las puertas de par en par. Corro hacia marquesinas de huida presencia. Nada me cobija, así que dejo que el agua empape mi pelo y baje descaradamente por la curva de mis hombros. El mar se va y no retorna, hasta que las olas arrebatadas devuelven su enfado y se llevan lo que encuentran a su paso. Mojada, dejo de correr, es imposible equilibrar la ira real de la naturaleza. Me dejo llevar a lo largo y ancho del paseo marítimo
Recuerdo regañinas de mi infancia cuando al volver del colegio tras una lluvia de invierno asomaba mi pequeña cara mojada y feliz por la puerta de mi casa. Inundadas mis negras botas de agua, por los saltos fantásticos que había dado en las profundidades de algún charco entre Lucena y Cantareros. La lluvia me hace regresar a cielo descubierto y mi añoranza me hace reír y me llena de alegría infinita. Mi mente encuentra un lugar de cobijo, hoy hay mercadillo aunque dudo mucho que los vendedores estén es sus puestos. Me lanzo en su busca. Oh, ¡qué vacío!, pero algunos tenderetes, no sé por qué, están llenos de mangos jugosos y ellos me cobijan.
Voy saltando de un puesto a otro, hasta que llego al de los relojes. Me detengo lo suficientes para oír el tic-tac. Cada máquina marca una hora, cada cual se muestra como es, plateado, dorado, pequeño grande… Tiempo atrapado en esferas de mirada tonta, repetitiva que sólo dura veinticuatro horas.
Impetuosamente los relámpagos mudos hacen su aparición y lo llenan de todo de una luz irreal. Oigo gritos de asombro en varios idiomas. Es hora de regresar. No llevo el móvil y en casa estarán preocupados. Vuelvo como antaño, feliz, con los últimos sonidos de una tormenta de estío.