Las nubes no se atreven a ensombrecer el día, pero claro está, ellas tienen que hacer su trabajo. Pintar de gris la jornada cubriendo algo del azul sin prisas. Las estrellas brillan arriba y sobre la alfombra de acceso al teatro Cervantes o a aquellas que pasean por el Palmeral, posando aquí o allá en fotos oficiales o espontáneas. Público que abarrota las calles de Málaga. Ruido familiar de ruedas de maletas que van y viene acompañando sueños.
Lunch en el restaurante Atrezzo, en un rincón especial y al lado de Javier Gutiérrez, bueno él en su mesa y nosotros en la nuestra, sonrisa cómplices, mirada directa y respeto a la intimidad. Departir con amigos delante de una pizza napolitana o una burrata con sabor a Italia. Tarde de café y copas en las terrazas que navegan al viento y sortean rachas empeñadas en llevarse consigo sombrillas y toldos.
El cine tiene la magia de lo atemporal, aunque por él también pase el tiempo y éste caiga como los granitos de arena y agua de una clepsidra. Focos, cámara, acción. Y los modelos de encaje, rasos o lenceros con peinados sofisticados o maquillaje de luces, arrastran colas, que barren rizos y pliegues de las aceras de la noche desafiando los grados y la humedad oscura que se deshace en el silencio vespertino.
Todos queremos ver y casi tocar aquello que atraviesa las pantallas y se hace real ante nuestros ojos. Aventuras, escritas y filmadas, libretos, guiones, lágrimas que recorren rápidas la memoria de Javier Cámara y desaparecen entre sus manos al recoger el premio Málaga del Festival. Aquí no se levanta el telón, porque para el cine nunca desciende, nunca se baja, siempre se vive. Donde la rutina se queda siempre al borde de una toma que no necesita actor de doblaje, porque se acurruca en los asientos de los cines, creando imágenes y máscaras de plata.