Un hijo predilecto es aquél que tiene un don especial que le hace sobresalir por muy distintas facetas de su vida. Que recaiga en el Padre Paco es de justicia, su humanidad está muy por encima de cualquier reconocimiento. Y su fe no puede ser evaluada por simples mortales, por muchos cargos públicos y títulos académicos que acumulen.
No me emociona tanto “ser hijo adoptivo” porque de alguna manera todos los que venimos de fuera y trabajamos, somos felices y disfrutamos viendo crecer el lugar que nos acoge y al que siempre estaremos agradecidos, nos sentimos, perdón, somos hijos adoptivos.
Y con esto no quiero en modo alguno devaluar a quienes hayan recibido este regalo. Una ceremonia preciosa, no sé si comparable o no a la de los efebos a la que no suelo acudir, pero sí que había que plantearse llevar a cabo las distinciones en un solo día al año.
Las palabras de agradecimiento aumentaron la belleza de esta iglesia, parecía flotar en el aire esa ornamentación barroca como si Tomás de Melgarejo acabara de dirigirla y fuera la primera vez que la admirásemos. Repito, palabras sencillas y llenas de sentimiento en su mayoría. La excepción la puso el académico Bartolomé Ruiz parecía estar entre su público de la Academia de Artes Nobles, no se dio cuenta que éramos gente sencilla, y que gran parte de su mensaje se quedó en los sueños de donde parecía provenir. Sí que quedó bien claro, que si el diente de la especulación quiere morder la Vega, Bartolomé va a tomar partido y ser el guerrero defensor, con bastante más acierto que el de Águila Roja, que todos los jueves por la noche arregla un mundo bastante desafortunado. Casi nadie mide la fuerza de las palabras, quizá si fueron capaces de hacerlo los primeros alcaldes democráticos de lugares pequeños y carentes de preparación suficiente. El diccionario les brindaba varias, rimbombantes y extrañas, que empleaban en los mítines para seducir a la concurrencia. Ahora somos un poco menos ignorantes y las palabras quieren estar en su lugar y momento adecuado.