Confinar es una palabra que siempre ha formado parte del diccionario. Se la ha relacionado, en nuestros años estudiantiles, con el confinamiento al que fue condenado Napoleón en la isla de Santa Elena, no debió de ser agradable para el amo de Europa, pero al menos disponía de una isla para moverse.
Ahora lo hemos cambiado por el encierro. El confinamiento del siglo XXI, es no asomarse a la puerta de la calle y vivir el espacio interior como las antiguas órdenes monacales, aislados los unos de los otros. Y si encima se tiene un positivo en casa, la organización y mente fría que requiere la convivencia, en esos días, es un esfuerzo digno de mención. En apariencia parece sencillo, todo separado, desde cubiertos, platos, ropa personal, hogar y espacio. Un baño, para uso exclusivo del portador del covid, que se ha tragado las botellas de lejía, con la urgencia que requiere la situación. Siempre, tratando de tener el suficiente humor para que esta circunstancias, cada vez menos anómalas, no te sobrepasen. A pesar de haber perdido la novedad, tener que transitar por ellas se hace muy cuesta arriba.
Si duro es tener que estar encerrado en una habitación diez días, con el tiempo que invita a salir, no es nada fácil organizar en un piso, una vida por separado cuando se viven varias personas. El espacio no es pequeño, pero todos hemos tenido que hacer un esfuerzo considerable para cumplir las normas, tanto que, me atrevería a decir que es casi imposible poderlo llevar a cabo en un espacio pequeño y con niños.
Este sistema de reclusión no es algo caprichoso salido de las autoridades sanitarias, no se puede burlar ni ir de listillos para evitar su cumplimiento. Duele y cuando llega aceptarlo con resignación, sobre todo, si te pierdes dos bodas de gente muy querida con la que te hubiese gustado compartir el día. Pero el covid entró malo y caprichoso y no deja de hacernos jugarretas.
