lunes 25 noviembre 2024
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De candelas, matanza de cerdos y villancicos tras la Misa del Gallo

Como todos en Antequera –ciudad en la que llevo viviendo hace ya 53 años, 6 de octubre de 1970, y de la que soy Hijo Adoptivo desde el año 2020–, de lo que me siento muy orgulloso, saben, soy hijo natural de Cuevas de San Marcos, Villa en donde nací en al año 1944. Antes, esta Villa se denominó Medina Belda, en época de los musulmanes y fue la segunda población en importancia tras Archidona, en la Cora Rayya.

Luego, tras ser reconquistada y aniquilada, destruyendo su castillo fundado por Ibn Ben Hafsum, por el segundo alcaide de Antequera, Pedro de Narváez, en 1424 –no dejando piedra sobre piedra–, pasó, por Real Decreto del Rey Juan II, a ser Dehesa de Antequera.

Y, a partir del 29 de septiembre de 1806, tras haberla declarado Villa independiente de Antequera el Rey Carlos IV, por Real Privilegio de Villazgo, firmado en la Granja de San Ildefonso, el 8 de septiembre de 1806, pasó a denominarse, por petición de los Alcaldes Pedáneos, el Párroco y Coadjutores, Cuevas de San Marcos, el 29 del mismo mes.

Pertenezco, pues, a lo que se ha denominado “Niños de la Posguerra” -denominación que me corresponde por dos partes: por haber nacido cerca del final de la Segunda Guerra Mundial y unos años después de nuestra mal llamada Guerra Civil –mas bien sería Incivil–. Una generación que ronda los 80 años y que se ha caracterizado por ser “personas muy trabajadoras, que han sido educadas en la cultura del esfuerzo y sacrificio y han conocido una vida mucho más dura”.

Nuestra infancia coincidió con el Nacionalcatolicismo, denominación con la que se conoce una de las señas de identidad del franquismo. Y nuestra formación fue católica y practicábamos la religión por mandato del régimen y de la Iglesia.
En este ambiente, la Navidad poseía unas características muy especiales. Para empezar, nada de lo que hoy observamos como típico de la Navidad existía: nada de luces, nada de comidas suculentas, nada de regalos y casi, nada de nada. Pero los niños, como siempre en todas las épocas, lo pasábamos muy bien, con los escasos medios que teníamos.

En nuestra Villa, Cuevas de San Marcos, la Navidad empezaba desde los primeros días de diciembre. El día 7, desde que el papa Pío IX declaró el Dogma de María Inmaculada, solíamos hacer unas candelas para celebrar la efeméride. Días antes, los niños, provistos de unos buenos ganchos de alambre –que utilizábamos para jugar a la rueda–, solíamos “sustraer” de los muchos molinos de aceite –en Cuevas nunca se los denominó almazaras– que existían, los capachos bien empapados de aceite, para que prendiesen y ardiesen bien en las candelas, repartidas por todo el pueblo.

Esa noche, tras el final de la Vigilia de la Inmaculada, que suponía ayuno y abstinencia, se iba de candela y candela cantando villancicos y tomando lo que denominábamos “tortillas” y “roscos sosos” y los mayores aguardiente o rosolí –arrasoli en Cuevas–. Cantos que terminaban en bailes de corro y en diversión para los jóvenes y mayores.

Los villancicos hacían alusión a momentos anteriores al parto de María, o sea, a la Anunciación, al inmediato nacimiento de Jesús o a los celos de san José:

La Virgen estaba leyendo,
en el libro de Israel.
Se presentó san Gabriel
en su celestial bufete.
Muy humilde y reverente
le dice a María:
-De tu sangre pura
nacerá el Mesías.

-¿Cómo ha de ser esto
si no conozco varón?
¡Imposible conocerlo,
tengo voto dado a Dios!

“Estando un día
en su aposento
supo la Virgen María
que el hijo de Dios Eterno
en su vientre encarnaría.

Y la virgen le decía:
-No quisiera más que
lo que he soñado
fuera verdad.
Y a las dos noches
siguientes, volvió a soñar
otra vez lo mismo.
Que nada de esto
lo supiera san José.

La Virgen decía:
-Dios mío ¿qué es esto?
Y un ángel responde:
-Señora, muy cierto.
-¿De quién es esta voz
tan dulce,
que de señora me trata,
no mereciéndome
yo tantísimas alabanzas?

– Sí, se las mereces,
éstas y más también;
que vas a ser Madre
del Rey de Israel.

San José que no sabía
tan soberano misterio,
al ver a su esposa preñada,
se llenó de sentimiento.

San José que vio a su esposa
que dentro se le notaba,
empezó a tomar celos,
sin saber lo que pasaba.
San José decía:
-Dios mío, qué es esto:
me ha faltado mi esposa
con el juramento.
-Pues mira, esposa querida,
yo me voy a tener que ir,
que no quiero
que en el pueblo
hablen mal de ti y de mí.
Como me ha faltado
mi esposa querida,
me voy a un desierto
a pasar mi vida.

-José, no te vayas
de la vera mía,
mira que en mi vientre
ha de ser tu vida.
San José cogió la ruta
y al salir de la ciudad
un ángel le dijo:
-Mira, José adonde vas.

Al sentir la voz se
quedó parado,
ha visto que un ángel
se le ha puesto al lado.
-José, vete a tu casa,
pide a tu esposa perdón;
que lo que tiene en el vientre,
no es por obra de varón;
que viene elegido
por el Padre Eterno:
que vas a ser padre
del rey de los cielos.

-Aquí me arrodillo esposa,
Yo aquí delante de ti;
hasta que no me perdones
lo mucho que te ofendí.

-Perdóname, reina
de todas las mujeres
y bendito el fruto
que en tu vientre tienes”.

“San José que no sabía,
tan soberano misterios,
tan soberano misterios;
al ver a María preñada,
se llenó de sentimiento.
San José tomaba celos
del preñado de María,
del preñado de María;
y en el vientre de su madre,
el Niño le sonreía,
el Niño le sonreía.
-José, desecha esos celos,
que te tu esposa
has montado,
que de tu esposa
has montado;
que ella fue pura
y sin mancha,
y concibió sin pecado,
y concibió sin pecado”.

“Por la baranda del cielo,
se asomó santa Isabel;
a las doce de la noche,
a ver al Niño nacer”
Vamos a Belén.”

“La Virgen y san José
han emprendido
su marcha;
han emprendido
su marcha.
Caminan hacia belén,
pisando nieve y escarcha.
Cómo reconocen
a esos pasajeros:
Un padre amoroso,
la Virgen María,
que lleva en su seno
al mismo Mesía.
Toquen, toquen
esos instrumentos
y alégrese el mundo,
que va a nacer Dios:
Supliquemos
y alegres cantemos
alabanzas al Señor,
alabanzas al Señor.
San José pasó la mano
por el manto de María,
por el manto de María.
Y lo llevaba mojado,
de la nieve que caía,
de la nieve que caía.”

La ilusión prenavideña seguía latente en los niños con las matanzas. En casi todas las casas de los amigos, nuestras familias solían matar uno o dos cerdos, era la comida de todo el año, y a los más pequeños de la casa se nos daba el privilegio de darle vueltas, al rabo, del cerdo, menearlo, para que echase más sangres. Como recompensa se nos daba la vejiga del cerdo y, luego, cuando se hirviese la morcilla, una, la más pequeña, que solía ser la última y se nos decía que era por haber meneado muy bien el rabo.

Con la vejiga, salíamos a la calle; la íbamos inflando y la apretábamos contra la pared, para hacerla más grande, hasta conseguir un balón, con el que jugábamos hasta que reventase, que no tardaría mucho.

El resto de días, hasta la Navidad, transcurrían de manera monótona. Nuestros padres y hermanos mayores en el campo y nosotros, los pequeños, unos íbamos a la escuela, otros no, en esta época, pese a que la famosa ley Moyano nos obligaba a asistir a la escuela, dependía de las posibilidades de los ayuntamientos y había mucha ausencias de niños a las escuelas. Las niñas, asistían a la “Miga” en donde aprendían labores, sobre todo.

Por las noches, veíamos cómo nuestra madre y hermanas mayores, muy cerca de la mesa de camilla para calentar bien la masa, con la manteca de cerdo de la matanza recién hecha, elaboraban los dulces de Navidad. Manteca de cerdo, harina de trigo de buena calidad, azúcar, almendra y canela y buen amasado para que no se resquebrajasen los dulces. El resultado: unas tortillas -equivalente a los mantecados de hoy-, roscos sosos, pan de cortijo y roscos de vino que llevaban a en unas grandes latas abiertas a la tahona para su cochura.

Así, transcurrían los días, hasta que llegaba la Nochebuena. No había que preparar nada. Nuestra madre, había dejado uno de los solomillos del cerdo, para cocinarlo esa noche, como cena especial. Si era un día de lluvia, en el que se solían ir al campo a coger aceitunas, por la noche todo eran carreras; si era un día sin lluvia, se preparaba mejor la cena.

Una cena especial, unos postres navideños elaborados en casa y una copa de anís o rosolí –arrasoli– y, rápido a la Misa del Gallo.

Era noche de villancicos: Antes de nacer el Niño dios, se cantaba:

Le dicen al posadero,
que por caridad le den,
aquella noche posada,
que el Niño quería nacer.
La Virgen va caminando,
por una montaña oscura,
y al vuelo de la perdiz,
se le asombró la mula.

Esta noche nace el Niño
y es mentira que no nace,
estas son las ceremonias
que todos los años hace.
Por la baranda del cielo,
se asomó santa Isabel;
a las doce de la noche,
para ver al Niño nacer.

Celebrada la Misa del Gallo, se procedía al besapiés del Niño Dios. Todo el pueblo, que había acudido a la Misa del Gallo, en fila, se aproximaba al altar, en donde el presbítero sostenía al Niño, para besarle los pies.

Mientras tanto, se iban cantando ya villancicos que aludían al Niño recién nacido:

Cantemos el Nacimiento,
cantemos el nacimiento,
que los cristianos celebran.
Y en altas voces digamos:
¡Viva la sagrada Reina!
¡Viva la sagrada Reina!
Esta Reina soberana,
esta Reina soberana,
de serafines gloriosa,
cantaba la Virgen pura
celebrando
al Niño hermoso,
celebrando
al Niño hermoso.
Al Niño hermoso celebran,
al niño hermoso celebran,
los pastores de aquel valle.

Con humilde reverencia,
vamos todo a adorarle,
vamos todos a adorarle.
A adorarle vamos,
al Rey celestial,
al Verbo Divino,
que ha nacido ya.
Niño chiquitito,
hermoso clavel,
que por este tiempo
quisiste nacer;
que por este tiempo
quisiste nacer.
Agacha la rama
y coge la flor,
que ha nacido Cristo,
nuestro Redentor,
que ha nacido cristo,
nuestro redentor.

Como la cola para besar los pies del Niño era larga, se seguían cantando villancicos populares, aunque ya no tan propios de nuestra población: Madre en la puerta hay un niño, La Virgen y el ciego, El naranjel, La huida a Egipto, los gitanos de las Cuevas… para terminar con un villancico que sólo lo he recogido allí y que es muy alegre:

Dale, dale, dale, dale,
dale, muchacha al pandero,
dale, dale, dale, dale,
dale, con gracia y salero;
dale, dale, dale,
muchacha al pandero;
dale, dale, dale, dale,
dale como yo le di,
adiós, que me voy,
adiós, que me fui.

Un pastor por ir corriendo,
se le cayó la montera,
en el Portal de Belén,
se la halló una mozuela.
Dale, dale, dale, dale…

Los pastores
no son hombres,
que son ángeles del cielo;
en el portal de Belén,
se encontraron
los primeros.
Dale, dale, dale, dale…

Los pastores de Belén
y los gitanos de Egipto,
bajaron de dos en dos,
a ver al Niño chiquito.
Dale, dale, dale, dale…

Si los pastores supieran
lo que esta noche ha nacido,
se dejarían el ganado,
por esos montes perdido.
Dale, dale, dale, dale…

Después íbamos calle por calle cantando y pidiendo el aguinaldo con los villancicos propios para ello. Los mayores, solían hacer corros y bailaban durante toda la noche, por mucho frío que hiciese.

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