La lluvia se empeñaba en salpicar poco a poco, como a cámara lenta, el agua de los mares y de los ríos secos que sólo se saturan de palabras huecas y de vacíos sin consuelo, porque intenta escapar sigilosos hacia la libertad de los cielos que se anegan de detalles de vidas y de miradas huérfanas.
El chico estaba asomado a la barandilla de aquel jardín sin nombre. Un espacio verde que contrastaba con el chirriante ir y venir de la ciudad de cemento de la que había salido aquella mañana o tal vez una mañana anterior. No esperaba a nadie en particular al menos en el exterior de sí mismo, pero en el interior, la espera se hacía eterna. Nunca pensó que hacerse más mayor,supusiera un enjambre de pensamientos melancólicos, que, allí asomado, dejaba volar con la ilusión cristalina de que desaparecieran con las primeras gotas soñadas del amanecer ¿o era el atardecer lo que se veía entre las ramas de los árboles?
Se empeñó el chico en fumarse un cigarro que sacó del bolsillo izquierdo de aquella cazadora raída que vestía como si fuese su segunda piel. Ante la ausencia de cerillas o de mechero. Tuvo que recurrir a la llama de unas velas pequeñas que alumbraban confusas un rincón de la terraza. Ellas también se preguntaban si era de noche o de día, solo la incandescencia les era familiar.
Una voz salió al balcón donde estaba asomado envuelta en las vagas sombras de aquel crepúsculo amanecido. Una voz femenina se dibujó soñolienta en el marco ovalado de la ventana. ¿Estás bien? El deje de soledad de instantes acompañado de una sonrisa leve, le devolvió al presente, a un presente sin reglas de horas, ni de minutos, sólo de vivencias. ¡Ven!
La colilla del cigarro salió despedida hacia el primer charco que cruzaba la acera saltándose los semáforos de la realidad. ¡Voy! Y se adentró en la tempestad.