Queridos hermanos: De nuevo, estamos estrenando el tiempo de Adviento. En medio de las tareas de cada día, este domingo quiere ser un gran despertador para nuestra fe, obligándonos a levantar la vista de esas obligaciones cotidianas para caer en la cuenta de que apenas en unas semanas estaremos celebrando el nacimiento del Hijo de Dios en Belén.
En esta especie de cuenta atrás, nos vamos a preparar para lo que viene, para aceptar la oferta de vida nueva que el Dios de la Vida nos hace en la persona de Jesús, el Dios-con-nosotros. Es el tiempo en el que se nos invita a caminar en la luz, porque la promesa es que se va a alumbrar la nueva humanidad, esa que espera verse renovada en profundidad por la venida del Hijo del hombre, que “vendrá a la hora menos pensada”.
Por eso, necesita que esta espera nos la tomemos en serio, pues no pretende ser un tiempo de falsas esperanzas, o de brillantes luces en nuestras calles que nos engañan, sino un tiempo de simplicidad y belleza que quiere volver a prender la luz de Dios en nuestro corazón.
Es la manera de preparar la venida del niño Dios, ese que será la primicia de la nueva humanidad, porque es presencia de la novedad que enciende corazones, despierta consciencias y encamina compromisos, por la vida sin más. Se trata de estar preparados no por miedo (que tarde o temprano nos paraliza) sino por ese deseo profundo de que sea posible algo nuevo en cada uno de nosotros y en todas las realidades de nuestra vida.
Para los creyentes, el Adviento, es un tiempo de espera y esperanza. Cada año se nos invita a cultivar esas actitudes, a creer en ellas y a amar según ellas. Porque es el tiempo de la dulce espera, de la gestación de lo que se desea y anhela de verdad en lo más profundo de nuestro corazón. Está claro que todos vemos que es necesario una serie de grandes cambios en los rumbos políticos y económicos de nuestra sociedad, que claramente están demandando soluciones más dignas con mucha urgencia.
Pero no es menos apremiante la necesidad de transformaciones personales y socioculturales que apunten a una vida más profunda, menos cargada de individualismos, sectarismos, confrontaciones malsanas, etc. Por ello y como escuchamos en las lecturas de hoy, preparemos nuestros pesebres, para que nosotros mismos podamos revestirnos de sencillez, de servicio, de esperanza, de amor solidario, sigamos haciendo todo lo que esté en nuestras manos para que «de las espadas se forjen arados, de las lanzas podaderas» y que no «alce la espada pueblo contra pueblo, ni se adiestren para la guerra».
Si es una realidad siempre necesaria, mucho más cuando los tambores de guerra resuenan con fuerza en los oídos de la Vieja Europa. La invasión de Ucrania por parte de Rusia ha puesto en jaque los débiles equilibrios socio-políticos del mundo occidental. Y las graves consecuencias que esto está teniendo en la “aldea global”.
Por eso mismo la llamada y necesidad de que el Príncipe de la Paz venga a nuestra vida y a nuestras sociedades. Que venga y haga que la paz reine de una vez, que la fraternidad no sea una utopía, que entre todos hagamos posible el milagro de una sociedad donde todos tengamos nuestro sitio, donde trabajemos en hacer este el mejor mundo posible.
Ese es el reto que se nos presenta al comenzar el Adviento. Podemos cruzarnos de brazos y esperar que lleguen las fiestas, o que estas pasen “sin pena ni gloria”. O podemos vivir esta espera de un modo activo, buscando que nuestra vida vaya siendo cada día, reflejo de ese amor de Dios que se encarna en el pequeño de Belén.
Que nuestro Dios nos bendiga y nos dé la fuerza para hacer vida su amor con todos los que nos rodean.