Estamos acostumbrados a pasar por delante de nuestras iglesias. Algunas nos maravillan por ser construcciones verdaderamente hermosas. Otras no destacan tanto, pero son lugares importantes en nuestras calles, en nuestros barrios, porque allí es donde celebramos nuestra fe.
Pero lo cierto es que han formado siempre parte de nuestro contexto, son el paisaje habitual de nuestra vida. Si un día cualquiera de nuestras iglesias apareciera con un gran cartel colgando de su torre o de su espadaña, que hiciera esta pregunta: ¿quieres ser feliz? Posiblemente nos llenaría de sorpresa o incluso nos movería a la curiosidad, ¿verdad?
Pero, ¿cuál sería nuestra respuesta? Porque dicen los especialistas, que ese es el gran deseo que cada persona guarda en su corazón. Como también del joven que se acerca corriendo a Jesús en el evangelio de hoy, el que popularmente se denomina como el joven rico. Así lo deja entender su pregunta: “Maestro, qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna, para ser feliz”.
Un joven del que no sabemos su nombre, aunque hay dos cosas seguras por lo que dice el evangelio. Era un buen hombre, honrado y bondadoso. Pero con una gran insatisfacción en su corazón, con un deseo no colmado, que es lo que está detrás de esa pregunta. Pero si es sorprendente la cuestión, más lo es la respuesta de Jesús.
Respuesta que lo remite a la Ley de Israel, a esos Mandamientos que gobernaban la vida de su pueblo. Y aquel hombre no le eran extraños, sino que ante el cuestionamiento del Maestro, su respuesta es que desde pequeño los había cumplido, como buen hijo del pueblo elegido.
Esa respuesta tan positiva, le lleva a Jesús a querer ir más allá, proponiéndole que se sume a su tarea, que se haga discípulo. Pero seguir al Maestro no es fácil, es una actitud de vida que desde el principio exige renuncias. En concreto, renuncias de seguridades, que en el caso de este joven se ven en sus riquezas.
De ahí la invitación a “quemar las naves”, ve a vender lo que tienes y dáselo a los pobres. Deja tu zona “de confort”, ayuda a quien más lo necesita, y con el corazón libre de ataduras, vente conmigo. Pero no siempre es fácil abrirse a esa radicalidad. En demasiadas ocasiones, buscamos seguridades, navegar cerca de la orilla, en lugar de adentrarnos mar adentro para vivir tal y como el Señor espera de nosotros.
Por eso, su afirmación de que le va a ser muy difícil a los ricos entrar en el Reino, quien vive tan apegado a esas riquezas, difícilmente puede abrirse a vivir para los demás. Y eso que la recompensa es grande, la felicidad de la que hablábamos antes, esa salvación que de nuevo nos recuerda Jesús que es el gran don de Dios para sus criaturas: nadie puede salvarse por sus méritos. Es un regalo que Jesucristo obtuvo para nosotros, sus hermanos, con su entrega redentora.
Por eso, el sacrificio de la Eucaristía nos debe cambiar de perspectiva. Acercarse a la mesa del Señor sabiendo el gran don que nos hace debería transformar nuestra vida. No es una comida más, por muy sagrada que sea. Es participar del Cuerpo y la Sangre de quien nos ha ofrecido ser felices.
Este ofrecimiento vemos que no es algo particular o solo para quien es bueno. Son los enfermos los que necesitan médico. Y nosotros los cristianos necesitamos de Cristo en nuestra vida para curar nuestras heridas. A cambio, su promesa es tener una vida en plenitud y llena de sentido.
No cabe mejor manera de situarse en la vida para las personas creyentes. Solo el Señor puede colmar el deseo de felicidad de nuestro corazón. Pidámoslo con fuerza cuando nos acerquemos a la Eucaristía este fin de semana. Que Dios os bendiga y os haga muy felices.