· Primera lectura: Sabiduría 11, 23-12, 2.· Salmo responsorial: Salmos, 144. “Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey”. · Segunda lectura: 2ª Tesalonicenses 1,11-2, 2.· Evangelio: Lucas, 19, 1-10
En el Evangelio de hoy vemos que en su camino a Jerusalén, Jesús pasa por Jericó, la última ciudad en la «ruta del Jordán» antes de comenzar a subir hacia la Ciudad Santa. Los judíos evitaban pasar por Samaría y bajaban por la cuenca del río hasta que aquí tomaban la montaña de Judea para alcanzar la capital de Israel.Y en esta concurrida ciudad «de paso» transcurre el texto que vamos a escuchar este domingo.
Zaqueo no era alto, pero sus «pecados» si eran públicos y conocido por todos: colaborador del invasor romano, opresor de los pobres a través de los impuestos que cobraba, y que lo habían convertido en alguien rico y temido en aquel lugar.Pues ese personaje tan conocido, pierde toda vergüenza para encaramarse a lo alto de un árbol y ver pasar al maestro de Nazaret, al que ya conocía de oídas.
Hasta ahí nada raro en la vida de Jesús y sus discípulos, que con su «ir de un lugar a otro» tenían que «lidiar» con la fama, ya que el Maestro era conocido y buscado por sus milagros. Pero de nuevo es Jesús quien sorprende con su actuación, cuando llama a Zaqueo al pasar debajo del sicomoro donde se había subido, cuando «se invita a comer» en su casa.Y es en casa de Zaqueo donde se produce el milagro del que habla el texto del evangelio, la conversión de este hombre. Pese a las «murmuraciones» en los corrillos de vecinos, donde de nuevo se oye aquello de que el Maestro no sabe donde se mete. Si de verdad fuera un profeta, un hombre de Dios, no entraría a comer en esa casa.Pero las «cuentas de Dios» no son las nuestras, como vemos una y otra vez. Jesús no hace mucho caso a esas habladurías.
Es normal. Él no vino a condenar al mundo y a sus hermanos, pese a los méritos que a veces hacemos para ello, sino que quiere que la salvación llegue a todos y sea la nueva manera de vivir como «Dios quiere», felices.El detalle de Jesús de querer ir a casa de Zaqueo va a tener consecuencias. A la hora del «brindis», aquel publicano se levanta y sorprende a todos sus invitados cuando dice que va a dar a los pobres la mitad de sus bienes, y que devolverá a quienes ha «estafado», de quienes se ha aprovechado, cuatro veces de lo ganado injustamente. La conversión difícilmente se puede cuantificar en dinero, es cierto.
Pero todos coincidiremos en que el gesto de Zaqueo era mucho más que querer «quedar bien» ante un invitado ilustre en un banquete. Se ha dado cuenta que no ha actuado bien. Pero sobre todo, está dispuesto a cambiar de vida tras este encuentro. De ahí la alabanza que hace Jesús: este hombre también es «hijo de Abrahán», el modo que ellos tenían de afirmar que es «hijo de Dios». Ese hecho justifica su acción, porque su misión es sanar todo lo enfermo, salvar todo lo que estaba perdido. Esos son los frutos del Reino de Dios al que Jesucristo consagra su vida y su ministerio.
Este evangelio aparece en la recta final del evangelio, por lo que no nos parece aventurado afirmar que este publicano, que Zaqueo, fue uno de los que incorporó al grupo de los seguidores del Maestro, de los que subieron con Él a Jerusalén, en esa Entrada Triunfal que cada Domingo de Ramos recordamos. Alguien que cuando lo vio en la cruz afirmaba una y otra vez una de las grandes verdades de la fe: «me amó y se entregó por mí». Ojalá no se nos olvide, y podamos como Zaqueo, abrir nuestra casa a la salvación que trae el Señor. Feliz y bendecido fin de semana para todos.