viernes 22 noviembre 2024
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Domingo 31 de marzo de 2019. Cuarto Domingo de Cuaresma (ciclo C)

· Primera lectura: 

Josué 9a. 10-12

Deuteronomio 26, 4-10

· Salmo responsorial: 

Salmos, 33. “Gustad y ved

que bueno es el Señor”

· Segunda lectura: 

2 Corintios 5, 17-21

· Evangelio:

Lucas 15, 1-3. 11-32

«Un hombre tenía dos hijos». Esas son las primeras palabras del evangelio de hoy, un evangelio, el del Hijo pródigo, del que seguro todos hemos escuchado hablar en más de una ocasión. Muchos especialistas afirman que es la mejor presentación del Padre de la misericordia que escuchamos en labios de Jesús. Porque esa es la primera consideración: el gran protagonista es ese Padre que ama con locura a sus hijos, y que por eso sufre especialmente el desdén y el rechazo de ambos, aunque lo realizan de maneras muy distintas.

 

La más conocida es la del hijo pequeño, ese que pide a su padre la herencia «en vida» para vivir su vida en libertad y lejos del amparo de la casa paterna. Un «buen» hijo nunca lo hubiera hecho, y menos en aquella cultura donde ese hecho era una verdadera ofensa al progenitor. Todos conocemos lo que ocurrió después, por su «mala cabeza» que diría una madre. Perdió sus bienes.

 

Mejor dicho, en el texto leemos que los derrochó, lo que agrava su sentimiento de culpa, lo único que le quedó al tocar fondo.Porque esa fue su suerte. Cuando lo perdió todo, cuando no podía seguir adelante, cuando el hambre le apretó, cayó en la cuenta de que aún le quedaba, en el fondo de su corazón un rescoldo de amor. Con el dinero fácil había hecho muchos «amigotes» que se aprovecharon de él. Pero cuando cambió su suerte solo quedaba en su corazón el recuerdo de la única persona que lo había querido por quien él era y no por lo que tenía: su Padre.Que dura y a la vez, que bella experiencia la de este hombre. Tuvo que caer «en desgracia» para recordar su pequeño paraíso.

 

Y tras hacer su «examen de conciencia», se puso en camino. Con el discurso bien preparado. Pero sin contar que su visita no solo era inesperada sino ardientemente deseada por su anciano Padre. El mismo, que cada tarde salía al camino esperando su vuelta, quien le dedicaba cada noche su último pensamiento.Por eso se «estremece» su corazón de la emoción, y a pesar de los años, echa a correr para abrazar a aquel hijo que daba por muerto tras tanto tiempo y que hoy vuelve a casa como un pordiosero. No le deja apenas pedir perdón, y lo primero que hace es devolverle su condición filial, con el anillo en el dedo y los vestidos que les diga a todos quien es.

 

Y esa alegría no se podía esconder, por lo que manda a los criados a que lo dispongan todo para celebrar una gran fiesta, por ese hijo que ha recuperado sano y salvo. Si esta historia fuera una película americana acabaría aquí, con un todos «fueron felices y comieron perdices». Pero la vida, por suerte o por desgracia, es mucho más compleja que las historias que nos cuenta la Gran Pantalla. Por eso, cuando el tercer actor entra en juego, va a poner la nota negativa a esa fiesta grande que se encuentra en su casa. El hijo mayor, ante la música y la algarabía, pregunta qué pasa a los criados de casa. Y su respuesta lo exaspera: ha vuelto su hermano.

 

De ahí los reproches que hace a su padre. En lugar de alegrarse le echa en cara que le haya abierto la puerta a ese hijo suyo que ha derrochado la fortuna familiar. Pero no para ahí. También le echa en cara que no le haya agradecido nunca su fidelidad, su estar siempre a su lado, su «cumplimiento». Y por eso no quiere entrar en la fiesta.El final de la parábola queda abierto. Y lo hace el autor sagrado a conciencia. Es un espejo donde mirarnos y ver cuáles son nuestras actitudes, si nos hemos alejado de nuestro Padre, o por el contrario, nos creemos mejores que los demás, porque somos fieles de boquilla aunque el amor falte de nuestro corazón. Hermosa tarea para esta semana de Cuaresma, para preparar la Pascua que se empieza a vislumbrar en el horizonte.

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