Aunque estamos acostumbrados a ello y por eso no lo tenemos mucho en cuenta, el evangelio de este domingo nos recuerda la suerte que tenemos los cristianos, pues nuestro Dios y su salvación se quisieron hacer presentes en la historia concreta de la humanidad y no de un modo abstracto, como si fuera una utopía, hermosa pero a la que nunca se llega a alcanzar.
“En el año 15 del reinado del emperador Tiberio”. Así comienza hoy el relato del evangelio de Lucas. En un momento concreto de la historia ocurre el hecho del que nos habla la palabra de Dios: Dios quería preparar la llegada de su hijo al alcanzar el culmen de la historia. Y lo va a hacer de la mano del Precursor, de Juan Bautista. La venida del Señor podría haber sido de muchas maneras. Pero ya Isaías, varios siglos antes de que esto ocurriera, había anunciado que una Voz iba a gritar fuerte en el desierto, la llegada de ese Salvador.
Pero para que eso sea así, es necesario ponerse “manos a la obra” para preparar el camino, pues era necesario enderezar los caminos torcidos, hacía falta que lo hundido se levantara, que lo roto se arreglara, para que realmente la llegada del Hijo de Dios fuera una verdadera Buena Noticia para todos los pueblos de la tierra.
Esa figura que tiene la misión de preparar esa venida hemos señalado que es la de Juan, el Bautista, ese profeta del Antiguo Testamento cuya vida nos relata los primeros capítulos de los evangelios. Es normal, pues su nacimiento y su vida se desarrollan “en paralelo” con las de su pariente, con el propio Jesucristo.
El hijo de Zacarías e Isabel puso su campo de actuación en la región del Jordán. Y en torno al río fue donde desarrolló su actividad: su predicación de la conversión, del cambio de vida a través del baño del bautismo. Es el modo en el que se concentra la intervención de Dios a favor de su pueblo a través de este, su elegido.
Pero hoy su voz no solo quería remover las conciencias de sus paisanos, si no sacarnos a nosotros de nuestros letargos y comodidades, de nuestra zona de confort. Es necesario si queremos prepararnos a recibir al que viene como es debido, después de haber hecho un verdadero examen de conciencia, de revisar como va nuestra vida, con la actitud de dar luz a todas nuestras oscuridades.
Las fiestas que poco a poco se avecinan están llenas de ternura, son una llamada a vivirlas desde Dios, de ese Hijo de Dios que nace en Belén. Ese podría ser un buen punto de partida para repensar nuestra vida en este tiempo de Adviento, un buen tono vital para llenar de sentido este tiempo de espera y esperanza.
Porque los cristianos vamos a celebrar una fiesta, la de la venida del Señor. Y eso debería ser motivo de gozo para todos, pues incluso las penas y las oscuridades quedan consoladas con la presencia del Amor. Y sin embargo, las luces, las compras, las músicas parecen querer distraernos de lo importante: Dios nos quiere tanto, que pone su casa en medio de las nuestras, ha mandado a su Hijo para que disfrutemos de esa salvación.
Por eso, para disfrutar de ese regalo, merece la pena de hacer de nuestro Adviento una espera activa, ponernos a trabajar siguiendo las recomendaciones de Isaías y del Bautista. Todos tenemos mucho que poner en orden en nuestras vidas.
Ojalá que nos abramos a la fuerza del Espíritu Santo para elevar todo lo caído, para enderezar lo tortuoso, para salir a recibir al Señor que viene con nuestras mejores galas. Esa es la gran tarea del Adviento. Qué bueno sería que fuésemos capaces de realizarla con ilusión renovada. De corazón, qué Dios os bendiga.