No hay mucha retórica en obras como la prolongación de la Avenida de La Castellana de Madrid en cuatro kilómetros dirección Norte. Crear una ciudad de negocios basta como justificación. Ese es el fin último. Se dice “Negocio” y, todo el mundo de acuerdo.
Aquí se dice “Dolmen” y los técnicos se deshacen en florituras poéticas sobre las “piedras de la memoria” de un antepasado que tenía ya “el espacio ordenado y el tiempo bajo control”; condiciones suficientes para que “el ser humano se convierta en protagonista del discurso” (R. Maura Mijares). Se dice “Menga” y el antequerano afirma: “lo más”. Pero a sabiendas de que nadie le va a tomar demasiado en serio. No tratándose de negocio, son sólo especulaciones de artistas. De “anticuarios” decía Pedro Espinosa.
Ciento cincuenta mil euros para un lavado de cara al entorno del dolmen del Romeral. ¿Se ha pensado en ofrecer una nueva ubicación al negocio de los palés, que dejaría a la vista a ese bellísimo tholos? Lo dudo. Aquí no estamos para pensar a lo grande.
Aquí estamos para crear un Concejo de Participación del Sitio de los Dólmenes de Antequera (con personal de todas las administraciones, y un montón de mayúsculas) para llevar entre varios la responsabilidad de una gestión (¿y una culpa?) que hoy pesa en exclusiva sobre los hombros de mi amigo Bartolomé Ruiz.
Sugiere un servidor que, en ese Concejo, se reserve un lugar preferente para “el convidado de piedra”, personaje del teatro de Tirso de Molina, que da mucho juego megalítico. Cuando el fantasma de este antepasado nuestro que edificó el santuario de Menga, esté ya mareado de tanta retórica al uso que jamás va a pasar a la acción de expropiar y demoler, se levantará diciendo aquello de Lola Flores a los que abarrotaban el templo en la boda de su Lolita: “Si me queréis algo, irse”.
